El conde Lucanor escuchó a Patronio narrar la historia de los tres pícaros que engañaron a los súbditos de un reino haciéndoles creer que las ropas que vestiría el monarca habían sido fabricadas de magníficas telas que solo podían ver aquellos que eran hijos legítimos. Al mirar las supuestas telas y no verlas, el rey se juzgó a sí mismo como bastardo. Temeroso de perder su trono, siguió la corriente y accedió a ponerse aquellos “hermosos vestidos” para la fiesta.
“Ataviado” con las prendas delatoras, el rey desfiló ante los ojos atónitos de sus súbditos, los que, al verlo “como Dios lo trajo al mundo”, también fingieron asombro para no revelar la vergüenza de ser hijos ilegítimos. Finalmente, “un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: ‘Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego o vais desnudo’”.
Ese cuento, escrito en el siglo XIV por el Infante Juan Manuel, fue fusilado 500 años después, y sin pagar derechos de autor, por Hans Christian Andersen en su parábola El traje nuevo del emperador .
Ambos relatos demuestran los peligros del engaño y la vanidad mediante el dilema de exhibirse desnudo, y plantean la moraleja de que en un campo nudista “no solo se desnudan los cuerpos, sino también las almas”.
Primeros indicios. Las causas primigenias del uso de la ropa se han vinculado con las inclemencias del tiempo, pero la realidad es que se ignora cuándo apareció el primer “mono vestido”. Se han descubierto tejidos en sitios arqueológicos de Kostenki (Rusia) y agujas en varios lugares de la República de Georgia que datan respectivamente de 30.000 y 36.000 años.
Los abalorios de marfil atados a los pies de esqueletos de 28.000 años de antigüedad, hallados en Sunghir (Rusia), son la prueba más antigua de la existencia de zapatos. Sin embargo, el antropólogo Erik Trinkaus descubrió que, en los cromañones y los humanos posteriores a 40.000 años, los cuatro dedos pequeños del pie se habían reducido de tamaño e indicaban menos agarre con respecto a los pies de sus ancestros, lo que supone una adaptación debido al uso de zapatos.
Por otro lado, el hábitat de las tres variedades de piojos de los humanos sugiere que la ropa empezó a usarse mucho antes. Uno de ellos, llamado Pthirus pubis , relacionado con el piojo del gorila, habita el pelo púbico y se trasmite por contacto sexual. Las otras dos variedades son el piojo del pelo de la cabeza ( capitis ) y el de la ropa ( corporis ), los que pertenecen a la misma especie Pediculus humanus , emparentada con el piojo del chimpancé.
Los primeros análisis evolutivos de los piojos sugirieron que el de la ropa se derivó del de la cabeza hace unos 100.000 años. Posteriormente se planteó que el origen más probable del piojo de la ropa databa de hace 500.000 años. Estos plazos corresponden a las migraciones que hicieron Homo erectus y después Homo sapiens desde África a las regiones más templadas y frías de Europa y Asia. Es probable que, en ese entonces, algunos piojos de la cabeza, habituados a un clima cálido, al “morirse de frío” se hayan adaptado a vivir en las ropas que abrigaban a los lampiños cuerpos.
Cuestión de piel. Sin embargo, para vestirse hay que saberse desnudo. Por tanto, el origen de la ropa podría rastrearse a la génesis de una piel sin pelo, al aumento del tamaño del cerebro y al control del fuego. Lo anterior concuerda con Homo erectus –el que, con un cerebro cercano a los 1.000 cc, dominó el fuego hace unos 800.000 años– y con el análisis evolutivo del grupo de genes ligados MC1R, que controlan el color de la piel.
Como los chimpancés actuales, los primeros humanos tenían la piel blanca cubierta de pelo. La divergencia del grupo de genes MC1R indica que la tez negra se originó hace unos 1,2 millones de años con H. erectus , presuntamente para proteger a la piel desnuda de los rayos del Sol. La piel blanca de algunos humanos corresponde a una reversión adaptativa para la síntesis adecuada de vitamina D por los rayos del Sol.
Se ignoran las razones por las que el ser humano evolucionó a tener una piel lampiña. Algunos han propuesto que la carencia de pelo corporal es una consecuencia de la conservación de rasgos juveniles en el adulto (neotenia). Otros han formulado la idea de que ancestros humanos evolucionaron a una existencia semiacuática tropical, y de que la piel sin pelo corresponde a una adaptación a este tipo de vida.
Otra hipótesis sugerente señala que la “desnudez humana” es producto de la selección de las preferencias sexuales que se inclinaron por parejas con poco pelo corporal y más pelo en la cabeza.
Una tesis sostenida por muchos antropólogos propone que la piel lampiña evolucionó con Homo ergaster en África, hace unos 1,6 millones de años, como un sistema de enfriamiento para contrarrestar las altas temperaturas que genera el cuerpo humano en el clima tropical donde surgió.
Glándulas. Los humanos poseen unas 600 glándulas ecrinas generadoras de sudor acuoso por centímetro cuadrado de piel, las que pueden secretar hasta 10 litros de agua por día. El sudor, a flor de piel sin pelo, se evapora fácilmente favoreciendo el enfriamiento del cuerpo. Por el contrario, la mayoría de los mamíferos provistos de pelo poseen muchas glándulas apocrinas productoras de aceites y feromonas, y pocas ecrinas. Por esto, los perros no sudan y se enfrían mediante el jadeo.
En los humanos, las glándulas apocrinas se concentran en las axilas, el perineo y el pubis. Generan lubricación y los olores propios de estas partes que parecen tener influencia en el comportamiento sexual, por lo que permanecieron hirsutas. Es probable que el pelo de la cabeza se haya seleccionado como símbolo de dimorfismo sexual y de adaptación de la posición erguida para prevenir que el Sol “queme el coco”.
En su célebre libro El mono desnudo (1967) y en otros posteriores, Desmond Morris advierte de las consecuencias evolutivas que tiene para los humanos ser erguidos y estar apenas cubiertos por un exiguo vello.
Inhibición. En comparación con las 282 especies de monos existentes, los humanos –además de poseer el cerebro más voluminoso y el pene más grande– tienen una piel lampiña altamente erógena y un cuerpo que expone de manera franca los órganos sexuales, nalgas y pechos. De acuerdo con Morris, todo lo anterior hace que los humanos, además de ser los más inteligentes, también sean los monos “más sexis”.
Antes de la explosión demográfica ocurrida hace unos 12.000 años, la desnudez pudo haberse exhibido de manera franca entre los miembros de un mismo clan. En estos grupos, todos se conocían, por lo que las señales sexuales debieron de ser poco diversas e inhibidas por las relaciones cercanas de parentesco.
En un mundo atiborrado de gente, el número de señales sexuales enviadas entre personas ajenas y desnudas sería tan intenso que la humanidad estaría tentada a una crisis de desenfreno. Parece entonces que una de las funciones de la ropa es la de resguardar a los cuerpos de miradas “imprudentes”.
Como contrapunto existe la moda del vestido, la que, dependiendo de los vaivenes, propone sensuales ropajes, reprueba estilos e implanta símbolos de condición social. No en balde, el poeta alemán Heinrich Heine, contemporáneo de Andersen, apunta: “Bien mirados, todos nos ocultamos, completamente desnudos, en los vestidos que usamos”.
EL AUTOR ES INTEGRANTE DEL PROGRAMA DE INVESTIGACIÓN EN ENFERMEDADES TROPICALES DE LA UNA Y DEL INSTITUTO CLODOMIRO PICADO LA UCR.