En las últimas décadas, han tenido lugar en América Latina al menos tres hechos significativos en materia de criminología: 1) La aparición de un modelo “de última generación”, el derecho penal de los derechos humanos, una de cuyas principales características es el énfasis acordado al escrupuloso respeto de las garantías procesales penales. 2) La introducción en casi todos los países del continente del modelo procesal penal anglosajón (sobre todo su versión estadounidense), que rompe con una tradición y una práctica seculares. 3) Fuertes incrementos de la criminalidad violenta y organizada y del sentimiento de inseguridad, así como una disminución del grado de confianza de la ciudadanía en las instituciones que conforman el sistema penal.
Problemas del modelo actual. La combinación de estos hechos ha representado –y sigue representando– desafíos de talla. Entre los de fondo, pueden destacarse: 1) La dificultad para encarar algunas formas nuevas y preocupantes de criminalidad (por ejemplo, el narcotráfico, los asesinatos por encargo, el lavado de dinero). 2) La inadecuación de algunos aspectos de la actual legislación procesal penal, especialmente en cuanto a la prueba y la aplicación de las medidas cautelares. 3) La opinión generalizada según la cual el sistema penal –sobre todo en lo judicial– al hacer predominar la forma sobre el fondo, parece concebido más para proteger a los delincuentes que para la defensa de los derechos de las víctimas, los testigos y la comunidad, lo que está contribuyendo a su falta de legitimidad y a una credibilidad cada vez más baja.
Hasta ahora no se ha intentado seriamente buscar un equilibrio –ciertamente difícil– entre dos valores esenciales de cualquier sistema penal democrático: la protección de la sociedad y el amparo de los derechos y garantías fundamentales de todos los ciudadanos, incluidos los imputados. Por ello, el principal objetivo de estas reflexiones es contribuir al actual debate entre partidarios y adversarios del modelo calificado de “garantista”, proponiendo algunos elementos de análisis y discusión para la consecución del mencionado equilibrio.
En el presente artículo, se situará el problema en el marco de la evolución del pensamiento penal y su aplicación en el mundo occidental; en un segundo artículo, se examinarán las principales causas del actual enfrentamiento entre partidarios y adversarios del llamado “garantismo”, sugiriéndose algunas pistas para su deseable resolución.
¿Existe un modelo ideal de justicia penal? Aunque breve, cierto retorno al pasado permite hacer varias observaciones sobre esta interrogación.
k(1) La primera se refiere al carácter precario de las ideas y teorías formuladas en un determinado momento histórico. La historia muestra a este respecto que, en los 75 siglos que nos separan de las primeras civilizaciones, solo en los últimos 250 años comienza a darse una evolución significativa en materia penal con la aparición, a finales del siglo XVIII, de la primera escuela de pensamiento en el sector (la Escuela Clásica) y, un siglo después, de la Escuela Positivista italiana. En las siete últimas décadas proliferan las explicaciones sobre el delito y la conducta criminal, a menudo con planteamientos diversos y, únicamente desde hace apenas 15 años surge el reciente modelo del “derecho penal de los derechos humanos”.
k(2) La historia muestra, en segundo lugar, que –incluso después de un largo período de tiempo– las opciones (en lo filosófico, en lo político, en lo penal) consiguen superar las contradicciones de su planteamiento inicial, llegando en general a soluciones conciliatorias y moderadas.
Esto ocurrió hace dos siglos, en lo político, con respecto al liberalismo y el socialismo y, en lo penal, con los duros enfrentamientos entre las escuelas Clásica y Positivista, o con la aparición, ya avanzado el siglo XX, de las tesis radicales de la criminología crítica y la política criminal de “no intervención”.
k(3) Finalmente, la doctrina reciente subraya que ni la ley penal ni el procedimiento penal tienen un carácter inmanente: las necesidades sociales que justifican la intervención del Estado y sus organismos suelen cambiar en el tiempo, y las leyes que rigen el sector son un producto espiritual del hombre y, en consecuencia, falible y perfectible. Por ello, las realidades (sociales, delictivas) de cada época y las ideas y principios filosófico-políticos prevalecientes en ese momento suelen ser determinantes en los cambios de paradigma que, en lo penal y en los países de nuestro ámbito cultural, se han dado en los tres últimos siglos.
De lo anterior puede deducirse que no existe un modelo ideal de justicia penal, sino modelos cambiantes en el tiempo y el espacio. En tales condiciones, ¿es posible, y cómo resolver los problemas planteados por el actual enfrentamiento entre partidarios y adversarios del modelo “garantista”?