“El hombre perdió las espinas del pene por un poco de ADN”. Con semejante título, era imposible que la noticia difundida semanas atrás no alborotara el hormiguero de Internet.
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Aunque a algunos el asunto les pareció más una broma, detrás de la noticia había un respaldo científico: un equipo de investigadores de la Universidad de Stanford, Estados Unidos, comparó el ADN del ser humano con el del chimpancé y llegó a la conclusión de que, en un pasado no muy lejano, el pene de los hombres tuvo espinas.
Aunque el estudio aclaraba que esta singular característica desapareció en el ser humano con un fragmento de ADN que se eliminó durante nuestra evolución, ya la espinita –valga la redundancia– estaba clavada.
¿Cómo eran? ¿Para qué servían? ¿Cuándo desaparecieron? Las preguntas se multiplicaron en la red, a pesar de que las respuestas estaban bien claras en la investigación, publicada en la revista
Y es que, al parecer, el asunto de los penes espinosos no es nada nuevo en la naturaleza. La mayoría de los mamíferos machos tienen este órgano cubierto por ellas. Se trata de pequeñas estructuras de queratina, similares a las uñas, que durante el apareamiento les sirven para desechar el esperma de otros competidores sexuales e irritar a la hembra para propiciar la ovulación. Así sucede en macacos, ratones y chimpancés.
Ahora bien, el ser humano y el chimpancé comparten más del 97% del ADN, pero presentan algunas diferencias físicas e intelectuales. Aparte de sus notables diferencias de aspecto, el ser humano tiene más grande el cerebro y el pene en los machos.
Gill Bejerano, una bióloga de la Escuela de Medicina de la Universidad de Stanford y sus colegas, quisieron investigar en profundidad cuál es la razón de tales diferencias, partiendo de la hipótesis de que, en lugar de que el ADN humano tenga ventajas sobre el chimpancé, lo que sucedió fue que, en algún momento de la evolución, perdimos algo de información genética.
“Analizaron los genomas de los humanos y de los primates cercanamente relacionados y descubrieron más de 500 regiones regulatorias –secuencias en el genoma responsables de controlar los genes–, que los chimpancés y otros mamíferos tienen, pero que los humanos no”, explica un artículo publicado por la cadena
Los investigadores eligieron las regiones eliminadas de ADN relacionadas con hormonas masculinas, así como con el desarrollo del cerebro y las introdujeron dentro de ratones transgénicos para averiguar cómo se expresaban. El resultado fueron embriones con bigotes sensoriales e incipientes espinas en el pene aún en formación, llamadas “vibrisas sensoriales” .
“La versión humana de las regiones de ADN perdido bloquea la acción del gen responsable de generar espinas en el falo en ratones. Otros fragmentos perdidos en humanos activan un gen que aumenta el desarrollo del cerebro”, sugieren las conclusiones del estudio.
Contrario a lo que algunos “supermachos” se imaginan, las famosas espinas no eran duras y largas como las de un puercoespín. Más bien eran estructuras de queratina, de apenas unos milímetros, cuyas puntas tenían terminaciones nerviosas las cuales, probablemente, estaban ahí para proporcionar mayor placer a su dueño.
Según reseña un artículo de la revista española
“Una de sus rudimentarias ilustraciones muestra los testículos y el pene de un chimpancé punteados por las famosas espinas”, asegura
Se barajan muchas teorías sobre los beneficios que este falo espinoso pudo haberle deparado a los hombres.
Al parecer, las púas podrían haberle ayudado a asegurar la cópula, retirando tapones de fluidos que otros machos dejaron en la vagina de las hembras o hasta a arrancar parte de la piel y reducir así la capacidad reproductiva.
Sin embargo, esos comportamientos resultan típicos de especies en las que se da una intensa lucha física de los machos por una sola hembra fértil, algo de lo que los humanos han estado bastante alejados.
De hecho, los expertos sugieren que fue esa conducta monógama de los humanos la que propició la desaparición de las consabidas espinitas y hasta hizo que las cópulas humanas fueran mucho más largas.
“La idea es que un pene sin espinas congenia bien con un macho que no necesita competir mucho con sus iguales y encaja con toda una serie de cambios adaptativos en los humanos: la feminización de los dientes caninos de los machos; el tamaño moderado de los testículos, con baja movilidad de los espermatozoides y la ovulación no manifiesta en las hembras, con glándulas mamarias permanentemente aumentadas”, afirma el artículo publicado hace unas semanas en la revista
Los investigadores aseguran que esas y otras características están asociadas con la formación de parejas y el cuidado de las crías.
En el juego de la evolución gana el que tiene más descendencia. Donde hay mayor competencia masculina, llevará la ventaja el macho con mucho semen, espermatozoides veloces y la capacidad de sacar de la vagina el semen de los competidores (con sus útiles espinas); pero, a diferencia de especies como el chimpancé, el ser humano compite menos por las hembras y se ha mostrado más inclinado a la monogamia.
“La supresión de las espinas disminuye la sensibilidad táctil e incrementa la duración de la introducción, lo que indica que su pérdida en el linaje humano puede relacionarse con la mayor duración de la cópula en nuestra especie respecto a los chimpancés”, escribe David Kingsley, uno de los investigadores de la Universidad de Stanford.
Visto desde esta perspectiva, el estudio sugiere que la mayor duración del coito humano pudo haber favorecido la creación de un vínculo en la pareja, hace algunos millones de años.
“El hombre perdió sus púas en algún momento entre su divergencia con los chimpancés (hace 6 millones de años) y cuando su linaje se separó de los neandertales (600.000 años atrás)”, afirma Kingsley.
Fue, por entonces, cuando, con pocas parejas, menos competencia y relaciones placenteras, el miembro masculino dejó las espinas por un