Aunque no recuerdo la fecha exacta, presumo que fue a inicios de diciembre de 1970 que mi hermano, por entonces próximo a terminar su bachillerato en Filosofía, me propuso una excursión cultural que implicaba conocer la Universidad de Costa Rica (UCR), el Museo Nacional y el Teatro Nacional.
Por entonces, yo apenas iba a cumplir diez años y, pese a que las principales escalas del tour no me parecían especialmente interesantes, el solo hecho de viajar de Alajuela a San José era ya toda una aventura. Además, la expedición incluía un evento extraordinario para mí: un almuerzo fuera de la casa.
Dos consideraciones adicionales pesaron en que decidiera acompañar a mi hermano. La primera fue que, después de una ardua negociación, él aceptó que estaríamos de vuelta en Alajuela antes de las 4:30 de la tarde, para que yo pudiera ver mis fábulas.
La segunda consistió en que, dado que el año escolar acababa de terminar y el regreso a la escuela estaba – para decirlo en palabras de Ray Bradbury– “a un millón de años luz”, me pareció que podía darme el lujo de dedicar todo un día de vacaciones a ese peregrinaje cultural.
En la UCR. Salimos de Alajuela con un espléndido cielo azul que, como ocurre frecuentemente, empezó a llenarse de nubes a medida que nos acercábamos a San José y adquirió un tono plomizo en San Pedro de Montes de Oca.
Vagas y distantes permanecen en mi memoria las imágenes de lo que era entonces la Ciudad Universitaria. Mientras caminábamos por sus aceras y senderos, mi hermano tuvo la paciencia de indicarme el nombre de los distintos edificios y las carreras que en ellos se enseñaban.
No estoy seguro de si conocí a Matilde (la computadora), pero sí ingresamos a la biblioteca universitaria, cuyas estanterías me parecieron tan gigantescas como interminables.
Alrededor de las once de la mañana, subimos al segundo piso de una construcción vieja, de madera, y allí aguardé a que mi hermano realizara un trámite. Luego de esperar sentado unos minutos, me levanté, caminé de aquí para allá, leí los anuncios colocados en las paredes y, finalmente, me puse de puntillas para asomarme por una ventana entreabierta. Vi entonces cómo dos jóvenes barbudos y con anteojos, que acaban de encontrarse justo debajo de donde yo estaba, se saludaban, antes de comentar, profundamente indignados, el reciente Premio Nobel de Literatura dado a Alexander Solzhenitsyn.
No puedo explicar por qué ese hecho específico se fijó en mi memoria. Tal vez yo había escuchado a mi hermano (o a sus amigos) referirse a Solzhenitsyn; o quizá se debió a que, por esos días, uno de mis amigos, en lugar del clásico “y van y vienen”, me llamó “Iván Denisovich”. Él no me explicó a qué se refería; pero poco después, en el escaparate de una librería alajuelense, entre juguetes y novelas de Verne y Salgari, descubrí que había un libro con ese nombre.
Luego de que mi hermano terminó con su trámite, fuimos a almorzar por allí cerca, donde comí la primera y única hamburguesa de toda mi niñez.
No creo haberme despedido de la UCR, a la cual volvería nuevamente en noviembre de 1975 para asistir, en el Centro de Recreación, a un concierto de Joan Manuel Serrat.
De vuelta. La escala en el Museo Nacional fue más larga de lo esperado y, aunque mi hermano se esforzó por interesarme en los objetos expuestos, yo pronto demostré estar más preocupado por el inevitable paso del tiempo, que ponía en peligro mi cita con las fábulas.
Sospecho que debí atormentarlo más de la cuenta porque tuvimos una pequeña controversia, que se resolvió después de que acepté que ese día no vería mi programa preferido de televisión, y él se mostró dispuesto a compensarme con un helado.
De la visita al Teatro Nacional, me quedan algunos recuerdos borrosos, sobre todo del vestíbulo. Cuando salimos, había una muchedumbre en la calle y soplaba un viento frío, por lo que, pese a mi resistencia, tuve que abrigarme.
Ir a ver los escaparates navideños de la Librería Universal no estaba en el itinerario, pero esa fue la última y breve escala de la expedición. Después, a medida que bajábamos por la avenida central, en dirección a la parada de autobuses de Alajuela, el cielo josefino, que había tenido la cortesía de despejarse parcialmente, comenzó a exhibir algunas de sus distantes y –por lo general– esquivas estrellas.