Hace algunos días, recorrió el mundo la triste noticia de la muerte de Ted Sorensen. Un querido amigo y un ser humano excepcional. Un patriota de la paz y un mensajero de la libertad. Un escritor maravilloso y un profesional brillante. A mi amigo Ted, le he querido dedicar esta pequeña historia de la que él fue protagonista. Entre muchas razones, lo he querido hacer para contarles a los costarricenses que, en los momentos más difíciles de nuestra lucha por borrar la guerra y escribir la paz en Centroamérica, este hombre, que hoy ya no se encuentra entre nosotros, fue uno de nuestros más fieles aliados.
Quienes alguna vez escucharon mencionar su nombre en el eco perdido de una conferencia, o lo leyeron entre las líneas amontonadas de algún libro sobre la historia reciente de los Estados Unidos, probablemente se encontraron con la misma descripción de su vida que el tiempo se encargó de hacer oficial: “Ted Sorensen, escritor de discursos del presidente John F. Kennedy.” Pero quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, y quienes fueron más allá del lugar común que definió la carrera de este gran intelectual, sabemos que Ted fue mucho más que un escritor admirable.
Inspiración y lucidez. Ted supo leer los ideales que cruzaban la mente y el corazón de su amigo John F. Kennedy, así como las más sagradas emociones del pueblo estadounidense, al que, hasta el día de hoy, inspiró a trabajar por su país antes que esperar a que su país trabajara por ellos.
Supo leer las apoteósicas amenazas que implicaba para la humanidad la “crisis de los misiles cubanos” en los años sesenta, así como las malévolas intenciones del líder soviético Nikita Kruschev con su incursión en Cuba, y a quien convenció con cuidadosas cartas oficiales de retirar los misiles de la Isla.
Supo leer los deseos de millones de habitantes alrededor del mundo que apenas empezaban a escuchar las palabras democracia, paz y libertad, y a quienes, sin haberlas escuchado antes, soñaban también con ser redimidos de las dictaduras, las guerras y la opresión. Ted fue, sin duda alguna, el mejor escritor de los políticos y el mejor político de los escritores.
Aunque algo tarde, la vida me brindó la oportunidad de conocerlo en 1986, a miles de kilómetros de distancia y a través de un teléfono. Para aquel entonces, yo acababa de ser elegido Presidente de la República y me encontraba bajo una presión constante por parte de los medios de comunicación para que definiera mi posición con respecto a los Estados Unidos, país del que nunca fui santo de su devoción, dados sus intereses guerreristas en la región. Ante la insistencia de la prensa norteamericana, y siendo fiel a la promesa que le había hecho al pueblo costarricense en la campaña, hice pública mi decisión de no tolerar la presencia de “la contra” nicaraguense financiada por los Estados Unidos en el territorio nacional, pues ello implicaba aceptar que las armas, y no la paz, iban a definir el futuro de Centroamérica.
Consciente de mis principios, Ronald Reagan, entonces presidente de los Estados Unidos, había enviado a su vicepresidente George Bush a mi toma de posesión para intentar persuadirme de no oponerme a los planes de su país. Mi respuesta, muy lacónica, fue: “los amigos a veces coinciden y a veces discrepan. Y es esa capacidad para discrepar lo que los hace amigos”. A los pocos días, y ante una solicitud mía, los miembros de “la contra” opuestos a una solución pacífica al conflicto, tuvieron que abandonar Costa Rica, salvo unos pocos que decidieron abrazar la causa pacífica costarricense y se quedaron residiendo en el país.
Mi decisión generó todo tipo de reacciones. La mayoría de reprobación, alimentadas sobre todo por el temor. No era para menos. Aquella era la segunda vez que David, la pequeña Costa Rica, se enfrentaba con Goliat, el gigante estadounidense desde la campaña de 1856. Salvo el periódico Universidad , ningún otro medio de comunicación nacional me apoyó. Un apoyo por el que estuve profundamente agradecido' y aún lo estoy. Entre muchas llamadas de solidaridad que recibí, recuerdo con especial afecto la llamada de Ted Sorensen. Su llamada fue corta, pero lo suficientemente sincera como para sembrar la semilla de una larga amistad. Me dijo: “señor Presidente, usted no me conoce, mi nombre es Ted Sorensen y lo llamo para felicitarlo por su posición valiente frente a la Administración de Ronald Reagan”. Estados Unidos era su patria y Reagan su presidente, pero fueron más fuertes sus convicciones que lo llevaron a preocuparse por el devenir de este pedacito de tierra, y a enfilarse en la lista del ejército pacificador de Costa Rica. Mi respuesta inmediata fue darle las gracias por sus palabras, así como por su interés en el futuro de nuestra región.
Otras conversaciones. Después de esa llamada, conversé de nuevo muchas veces con Ted. En diciembre de 1987, mientras preparaba mi discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, lo llamé en varias ocasiones para pedirle su consejo. De esas conversaciones fueron brotando, poco a poco, algunas ideas que incorporé en uno de los párrafos más recordados del discurso que pronuncié en Oslo en nombre de Costa Rica: “La paz no es un asunto de premios ni de trofeos. No es producto de una victoria ni de un mandato. No tiene fronteras, no tiene plazos, no es inmutable en la definición de sus logros' La paz es un proceso que nunca termina' La paz no es solo un asunto de palabras nobles y de conferencias Nobel”.
Ted sabía muy bien que la paz, al igual que las palabras, no tiene fronteras. Ni físicas ni temporales. Ni grandes ni pequeñas. Ni de nacionalidad ni de idioma.
Por eso hoy, al igual que a principios de los años sesenta, sus palabras aún resuenan donde quiera que sean pronunciadas: en las aulas de las escuelas norteamericanas, en los frontispicios de los parlamentos europeos, en los auditorios de las universidades africanas y en los corazones de los centroamericanos.
Estoy seguro de que allí quedarán grabadas para siempre, con tinta indeleble, recibiendo el aplauso de la historia y la ovación de la eternidad.