El camino serpentea por uno de los costados del volcán Irazú y lleva hasta un caserío de humildes viviendas desperdigadas por la montaña. Allí es donde ha vivido siempre María Gómez Ramírez, de 41 años.
Con los cachetes colorados como casi todos allí, María ni siquiera estaba en planes cuando el Irazú botó el tapón, pero ha escuchado las historias de su padre, Jesús Gómez, de 77 años, quien relata los retumbos horribles que pegó el coloso hace cinco decenios.
“Cuando eso pasó, cuenta papá, vivíamos en la finca San Gerardo, allá abajo. Las vacas tuvieron que ser jaladas para otro lado porque se quedaron sin pasto para comer”, dice María.
Adolfo Gómez vive unas curvas más abajo. Es más joven que María: tiene 37 años. “La gente vieja (mucha ha muerto ya) contaba que aquello se veía bien feo. Sacaron las vacas al campo Ayala para que no se murieran. Los caminos estaban aterrados”.
Si se repitiese una erupción como la ocurrida en 1963, María y Adolfo solo acertarían a salir corriendo hasta donde el camino se los permitiera.
Esta es una trocha difícil de transitar, incluso para carros de doble tracción, que deben meter la “chancha” a toda potencia para lograr salir de los cangilones.
Ese deterioro es la mayor preocupación de los vecinos de este lado del volcán. El camino está tan malo que, si se produjese un derrumbe, no tendrían escapatoria.
Los de zonas como Taras o San Juan de Chicuá son más calmados. De hecho, cientos –pero cientos– de ellos, llevan años viviendo sobre los diques levantados por maquinaria de los Estados Unidos que limpió el río Reventado después de la avalancha de diciembre de 1963. En esa zona llena de pobres, los niños juegan sobre los rieles del tren como si nada hubiera pasado 50 años atrás.