Nos engañan. En nuestra ingenuidad, nos han hecho creer que, de los excompañeros de colegio, el más feliz es el que llega a la fiesta en el carro más matón. Nuestros hijos están convencidos de que, sin costosos aparatos tecnológicos, son un fracaso prematuro. Si se necesita sex-appeal , se compran pechos.
Cuando era niña, para ser feliz me bastaba un gato, una bicicleta, ¿por qué no? Cuando joven, los jóvenes peleábamos con el puño desnudo de la ideología por la justicia social (salud, vivienda, educación, salarios dignos y todas esas cosas). Bueno, por pecados múltiples de las ideologías y por la astucia del mercado, ganó el mercado. Y lo que el mercado dice es que lo que él produce (bienes de consumo) es el camino, la verdad y la vida, la fuente mera de la felicidad: sin chunches no hay paraíso. Lo que no menciona es que la riqueza que produce, la produce a punta de pobreza. El mercado ubica a sus políticos en los gobiernos y hace que el estado favorezca a los que tienen mucho para que tengan más y desatienda a los más pobres. De allí tantos olvidados braceando perpetuamente en la miseria.
Don Francisco Dall’Anese explicó en meses pasados ( La Nación, 16/09/10), en un artículo tan sucinto como brillante, que en ese charco de abandono hace su caldo de cultivo el crimen organizado, brindando a los excluidos no solo el dinero para su hambre, sino el dinero para su lujo: esos bienes superfluos canonizados por el dios del consumismo.
Permitir, tolerar, propiciar que existan importantes sectores de la población sin capacidad para satisfacer sus necesidades básicas, es brindarle al crimen organizado partidarios que lo legitimen. No vamos a resolver el problema solo a punta de más cárceles, hay que frenar las fuentes: la distancia cada vez más grande entre pobres y ricos, y la convicción cada vez más firme (me lo contó el capitalismo) de que la felicidad se fundamenta en tener cosas. De marca, deslumbrantes, bañadas en envoltorios. Cosas.
En todo caso, quiéranlo o no, nadie, por más encumbrado que esté, puede mirar hacia otro lado o escudarse en sus mansiones de marfil. Mataron, por una laptop, a una muchacha argentina en el restaurante de un hotel de playa. Cuando no llegue el turismo, cuando se mude a sitios más seguros, también se van a tambalear las cifras doradas de sus cuentas bancarias.
Existencias de lujo contrapuestas a precarios son una mezcla incompatible con la seguridad ciudadana. Exactamente como ocurre en los países donde se puede andar sin temor en la noche por las calles.