Me decía un amigo que las mejores páginas de la literatura fueron escritas a máquina. En su honor, y arrebatado yo ahora de entusiasmo, acabo de leer la noticia de que todavía hay gente por el mundo que repara máquinas de escribir. Y si las reparan, deduzco, existen quienes las usan y, si las usan –vuelvo a deducir–, no están muertas y, si no están muertas, tienen un futuro.
Así que, amables contemporáneos, las Remington, Olivetti, Léxikon, Royal, Smith–Corona sobreviven y tienen cuidadores y almas que les rezan. Me acordé, en seguida, de la máquina que una tarde me regaló Myriam Bustos; de las reflexiones de Hemingway frente al vasto océano de letras, números y signos de donde surgió El viejo y el mar ; del sonido metálico de cada tecla que (parece que sí) ayuda hipnóticamente a continuar mientras haya papel; de la confianza que inspiraba su esqueleto por dentro y de las múltiples anécdotas que la propia máquina difundió a lo largo de su historia. Por ejemplo aquella de Onetti cuando entró a una cafetería y le pidió al desconcertado mesero: –Una máquina de escribir y un café. El mesero cumplió y le trajo las dos cosas. ¿No es para reír y llorar un poco?
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