Él mataba miuras con su estoque. Ella derretía intelectuales con su escote. Él, duro y tieso como un palo de escoba. Ella, de purísima y oro, como cantó Sabina. Él lidiaba toros en Linares (España); ella toreaba hombres en los bares.
–“Maestro, le presento a Lupe Sino, lo dejo en buenas manos, mataor”, le dijo Pastora Imperio, bailaora gitana, a Manolete, que tomaba unas “cañas” en El Chicote, el crisol sibarita de la Gran Vía madrileña.
Desde esa noche de octubre de 1943, Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete, supo que su vida era algo más que cortar “rabos y orejas” y ser el rey de la fiesta brava. El amor, como un clarín, tocó a rebato en su corazón porque aquella morena de ojos verdes era una mujer con casta.
Habían pasado 15 años desde que dio sus primeros capotazos, con la pandilla de amigotes que le hacían rueda en los cortijos, para celebrar sus verónicas frente a los novillos.
Era el anticipo de la gloria que compartiría con otros semidioses de la tauromaquia: José Gómez (Joselito), Rodolfo Gaona, Francisco Vega de los Reyes (el Gitanillo de Triana), y Juan Belmonte.
Manolete descendía de una progenie de toreros. Se le conoció como el “cuarto califa de Córdoba” porque nació ahí el 4 de julio de 1917. A los cinco años, murió su padre Manuel y doña Angustias, su madre, dedicó su vida y afanes a sobreproteger al niño.
Años después, cuando la matriarca se enteró de los amores de su crío con Lupe, le recitó las letanías contra esa malviviente, querida, en otros tiempos, de varios matadores.
Según doña Angustias, “tenía noticias de que Lupe sufrió una operación y se quedó hueca”, confesó el diestro al periodista taurino Antonio Bellón. Al odio maternal se unió el de la cuadrilla de Manolete, que la apodó “la serpiente”.
El hijo de doña Angustias era pálido, debilucho, con una tristeza que lo traspasaba, tanto que Lupe reconoció a Dígame –semanario de los años 40–: “Una vez le dije a gritos desde el tendido: ¡Eres el más grande del mundo!.. Me miró, me dio las gracias muy atento sin sonreír' ¡Oh, si Manolete sonriera!”
Cuando don Manuel murió, se “llevó la llave de la despensa” y dejó a la familia en la miseria, en la casa número 4 del barrio de Santa Marina.
Entre los 6 y los 11 años estudió en el Colegio de los Salesianos de Córdoba, pero las estrecheces hogareñas lo lanzaron pronto al ruedo laboral y aprendió las primeras suertes taurinas en la Escuela de Toreo de Montilla y formó una troupe llamada Los Califas.
En 1939, recibió la alternativa y pasó de novato a matador; así llegó a ser el favorito del público por su estilo solemne, sobrio, dramático y perfecto a la hora de matar al toro.
Hizo famosa la “manoletina”, un pase en que el torero lleva la muleta por detrás de su cuerpo, reta al animal de frente y cuando este lo embiste, se la pasa por arriba de la testuz.
Lució su arte por las plazas de España, México, Colombia, Perú y Venezuela; llegó a realizar 71 corridas por temporada y cobró sumas fabulosas.
El cronista Alfonso Navalón, en El dinero de los toreros , escribió que Manolete ganó, en una sola corrida en la Plaza México, tanta plata como para comprarse una finca de 600 hectáreas.
Reinó casi una década y se convirtió en un símbolo patrio español; partió el molde del toreo clásico, impuso una nueva estética y aunque “nadie toreaba como él, todos querían torear como él”.
La bien paga
Lo tenía todo, pero le faltaba ella. Antoñita Bronchalo Lopesino era una belleza morena, bajita, boca de pecado, cabello ensortijado, sonrisa franca, carácter liviano, libérrima y dispuesta a vivir a sus anchas en una época donde las mujeres solo iban de la casa a la iglesia.
Era española y no mexicana como dicen algunos; fue la segunda hija de una familia de nueve vástagos, todos dedicados a la agricultura.
A los 14 años, se marchó a Madrid para emplearse de criada, pero su talante rebelde y su belleza la conectaron con el mundillo del cine y filmó varias películas.
A la denostada carrera de actriz sus detractores le agregaron otras “banderillas”: despilfarradora, mandona, cazafortunas, prostituta y, para peores, haber sido la mujer de un republicano en la guerra civil española.
Trabajadora y culta solía frecuentar los sitios de moda en el Madrid de los años 40 y una noche conoció al hombre de su vida: Manolete.
Los entresijos de la relación fueron relatados en dos libros: Una pasión tormentosa , de Gonzalo Sánchez Agustí, y Lupe, el sino de Manolete , de Carmen Esteban.
Contra el repudio de su madre, su cuadrilla, apoderados y toda España, la pareja vivió en concubinato escandaloso, exhibiendo su vergonzosa felicidad. Viajaron a México con la idea de casarse y disfrutar del dinero y una vida regalada. Antoñita le dijo: “No dejarán que se retire, hasta que no lo vean muerto”.
Por la boca muere el pez. En la Plaza de Linares, el jueves 28 de agosto de 1947, el toro Islero le clavó uno de sus cuernos en el muslo derecho, le partió la vena femoral y lo dejó exangue. La trágica suerte de Manolete fue inmortalizada por las fotos del reportero gráfico Paco Cano, en libros, en coplas y en películas.
Con el corazón en la boca, Lupe llegó hasta el hospital donde agonizaba el matador. Nadie atendió sus gritos. Le impidieron la entrada a la habitación. La aislaron para que el diestro no se casara con ella y le dejara su inmensa herencia.
Cuando el torero expiró, la dejaron entrar. Estuvo aferrada al cadáver durante horas hasta que se lo arrancaron para las honras fúnebres. Desde ese momento, su vida se desplomó.
Nunca más volvió a conseguir trabajo como actriz, vivió como una apestada, la acusaron de convertir a Manolete en un alcohólico y drogadicto; el silencio social la sepultó. Emigró a México donde se casó con el abogado Manuel Rodríguez, pero no pudo olvidar a su único amor y regresó a Madrid, donde murió inadvertida en 1959. Nadie la lloró.
Sangre y arena
Manolete tenía la muerte pintada en la cara cuando entró a lidiar en Linares al quinto toro de la tarde: Islero, un miura de 500 kilos, cárdeno, con los pitones cortos, soberbio, majestuoso, un guerrero de la muerte lleno de valor, energía y cólera hacia aquel débil humano vestido de malva y plata.
La cuadrilla advirtió el peligro, pero él los ignoró. Ese día compartía cartel con Gitanillo de Triana y un joven Luis Miguel Dominguín, que esperaba su desliz, para subirse al carro de la fama.
Otros factores pesaban sobre la arena. Manolete era demasiado famoso, ganaba mucho dinero, era amado por la muchedumbre, pero llevaba una vida disipada con su amante, y eso iba en contra de las buenas costumbres.
Con tres verónicas, recibió a Islero, siguió con varios naturales, desafió al toro con gallardía, remató con una manoletina y entró a matar a la bestia; hundió el estoque y el toro lo ensartó.
Ese día, la crónica del diario español ABC detalló que la cornada fue seca; el animal levantó al torero, le dio media vuelta y lo tiró al suelo con una herida de 20 cm en el muslo derecho, por donde saltaban chorros de sangre.
El caos cundió y, en la carrera hacia la enfermería, los asistentes se equivocaron de puerta y tuvieron que retroceder con el torero a cuestas. El doctor Fernando Garrido hizo lo que pudo y cosió la herida hasta contener la hemorragia.
De camino al Hospital de Los Marqueses de Linares, el matador dio unas caladas a un cigarrillo; se sintió muy débil y un médico amigo decidió –de buena fe– hacerle una transfusión de plasma. Sin estertores ni angustias ni suspiros inclinó la cabeza a la derecha, murmuró “No veo” y murió, a las 5:23 de la madrugada del 29 de agosto. Tras 10 horas de agonía, se apagó “su voz de clavel varonil”, como en el poema de García Lorca por Antoñito el Camborío.
Con los años, se demostró que el plasma, donado por el gobierno noruego, estaba infectado y eso le provocó una reacción alérgica fatal.
Más de 20.000 personas colgaban de la verja de la iglesia de San Nicolás y la luna roja rompió el espejo del Guadalquivir. Un avión zumbaba en el aire y lanzaba flores sobre los dolientes, pero Manolete no las pudo recoger. Dos horas y media tardó el cortejo en llegar al cementerio de Nuestra Señora de la Salud.
En El día que mataron a Manolete , el periodista Tico Medina explicó por qué nadie “tuvo cojones para cortarle la pierna” al torero y salvarlo. ¿Sabe usted por qué? Porque nadie se imagina a Dios con una pierna menos.