Escribo estas líneas con el recuerdo vivo de mi más reciente ascenso al Chirripó. Mis músculos todavía resienten ese esfuerzo cuando la mente se sobrepone al cuerpo y la voluntad conduce a la cumbre. Esa cumbre que para el escalador o el caminante tiene una dimensión interior.
La belleza del ascenso al amanecer, a disfrutar la infinita variedad multicolor de la transición del bosque tropical a los venerables robles con sus barbas de viejo y la tundra sobrecogedora con el viento silbante, el sol quemante y los arbustos y plantas adaptadas a esos climas extremos, y la vida, la vida inextinguible.
Por allá escucho el canto de un pájaro y la memoria sonriente repite un acorde que Manuel Obregón arranca de su piano blanco. La música de la naturaleza en su esplendor multicolor. Quien vive el Chirripó lo quiere repetir.
Hace dos décadas dos operaciones complicadas en ambas rodillas me dejaron inválido. “No volverá a caminar” me había dicho el cirujano. Gracias a una intensa rehabilitación, al año caminé sin muletas ni bastón. Volvieron los problemas y una recomendación de reemplazo de ambas rodillas. Opté por terapias alternativas y paciencia. Ya de vuelta en Costa Rica, años después, doña Berta, fisioterapeuta, luego de examinarme, me preguntó cuál era mi meta. Sin titubear le dije: “volver a subir el Chirripó”. “Deme un año”, me respondió. Año de intensa terapia. Al año exacto, con Rubén Corta y Eladio Prado, organizamos el ascenso. De la mano de Gloria, mi esposa, quien me cuidó todo el camino (y toda la vida también), alcanzamos la cumbre.
Recordé cuando luego de mis operaciones logré caminar, por mis propios medios, toda la extensión del apartamiento que alquilábamos y había exclamado: “cumbre”, pero ahora era la cumbre del Chirripó, nuestro punto más alto, símbolo para mí y para muchos más.
Un nuevo tránsito por el quirófano. Esta vez por cirugía cardiovascular, baipás triple. Nueva rehabilitación, primero en la Universidad Nacional y luego siguiendo nuevamente los consejos de doña Berta, para, sin descuidar las rodillas, recuperar la fuerza. Esta vez no me preguntó cuál era mi meta. No hacía falta.
Volví a subir el Chirripó, con algunos de los mismos y nuevos amigos de montaña. ¿Quién olvida a los amigos de la montaña?
Esta vez las precauciones no solo se extendían a mis rodillas, sino también al ritmo cardíaco y la presión arterial. Paso y ritmo determinados por mi monitor, disciplina para apegarme a los límites impuestos y mucha fuerza de voluntad.
Mi acompañante esta vez fue nuestro hijo menor Leonardo, quien, en un abrir y cerrar de ojos, dejó de ser nuestro niño, para convertirse en un fuerte hombre, que pacientemente me esperaba, pues su ritmo de juventud no conoce mis límites. Sonriente me recibió en la cumbre.
Los senderos del Chirripó, esos que cada vez tienen mejor mantenimiento y señalización, son un gusto para adentrarse en los misterios de la vida. Quizás su belleza, tal vez el esfuerzo y concentración mental en el próximo paso, o alguna magia especial, son una invitación a adentrarse en esos misterios, a transitar por los senderos del silencio, del gozo; ese que aquieta el diálogo interior, y hace florecer la observación y la contemplación trascendente, esa que esfuma al observador y lo observado.
Esos senderos del Chirripó son una invitación a adentrarse en los senderos del silencio.