Noviembre del 2010, visita a Ruanda, çfrica Central. FOTOGRAFIAS EXCLUSIVAS PARA LA REVISTA PROA. *****ESTE MATERIAL ES PROPIEDAD DE LA ONG 4-MORE***** Fotografa : Jose Daz (Jose Daz)
LOS NIÑOS DE RUANDA no se visten de letras,
los niños de Ruanda no se visten de cifras,
los niños de Ruanda
están en los hospicios de la nada,
están entre los cielos de la guerra,
están entre las ruinas de ese cielo
y pisan con sus pies de uñas ingenuas
el suelo de su Luna, que es la Tierra.
El cardo y el neumático y el hambre
forman la multitud de sus ciudades,
ciudades que hace el viento una mañana
y deshace a la noche con más viento.
Los niños de Ruanda, en el crepúsculo,
se cuelgan de los cables y las vigas,
de la ruina de un país inexistente,
comen pan con hormigas y con moscas,
comen pan alfabético y escaso
y buscan un chelín entre derribos.
Hay sandalias y estrellas por la senda,
falta un niño al final de sus sandalias,
los niños de Ruanda un día se pierden
y amanecen descalzos, sin planeta.
Los niños de Ruanda van de arcángel,
la enfermedad les pinta mapamundis,
tienen grandes chaquetas de esqueleto
y un botón de abrochar, como un domingo.
Los niños de Ruanda, una mazorca,
una bomba pacífica de mano,
proyectil amarillo que se come,
los niños de la guerra, solitarios,
juegan en el gran día de sol negro
con el juguete inmenso de una guerra.
Francisco Umbral
En África la tradición es así: la jerarquía de edades se respeta y el mayor de los hermanos vela por el inmediatamente menor, y este cuidará del hermano inmediatamente menor que él, y así sucesivamente. Esto permite que los adultos se ocupen de los asuntos que ocupan a los adultos, como el trabajo, o la guerra. Y la historia reciente de Ruanda ha reforzado estas costumbres.
El día que llegué a la aldea Nelson Mandela, en el pueblo de Ntarama, muchos niños corrieron a recibirme. Me rodearon, me hablaron. Me miraban con aquellos ojos enormes sobre aquellas caras negras. Recuerdo los olores y los harapos. Todos parecían tener hambre, todos reían, todos estaban descalzos y todos giraban a mi alrededor. “Muzungo, muzungo”, dijo alguno. Luego supe que muzungo significa “hombre blanco”, aunque sospecho que debe ser la explicación que precisamente se le da a un muzungo, porque esta palabra tiene otro significado, otro origen, una forma de referirse a aquel hombre saqueador, asesino, pero sobre todo a aquel hombre blanco que convirtió a sus antepasados en esclavos. “Muzungo muzungo”, contestó otro. Uno me tocaba el pelo, otro jalaba mi camisa; la mayoría observaba mi cámara con curiosidad, los demás insistían en mirarme y todos seguían girando a mi alrededor mientras yo avanzaba. Por varios días estuvimos hospedados en una de las casas de esta aldea, a unos 50 minutos de Kigali, la capital. El hogar de Emable y Erick fue también nuestro hogar.
Como hermano mayor, Emable respeta la tradición y cuida a su hermano menor desde que, en 1994, ambos quedaron huérfanos, él con 14 años y Erick con 6.
Ruanda es un pequeño país de África central, excolonia francesa, geográficamente muy accidentado, tan accidentado que se le conoce como el país de las mil colinas. A pesar de tener solo la mitad del territorio que posee Costa Rica (24.670 km2), es una de las naciones africanas con mayor densidad de población. Aquí, el 62% de sus 8 millones de habitantes viven de la agricultura, padecen de pobreza crónica y no tienen acceso a la educación.
Ruanda también es un país verde, fértil y hermoso, pero arrastra una historia marcada por el odio racial y la muerte.
El 6 de abril de 1994, el país se convirtió en un infierno. El horror se desató en Kigali y duró tres meses: 800.000 personas fueron asesinadas, la mayoría descuartizadas; el grueso de ellas, con armas primitivas: martillos, lanzas, palos; pero sobre todo con machetes. Vecinos que mataban vecinos de toda la vida y otros a sus propios hermanos.
Asesinar llegó a ser solo un trabajo más, un deber patriótico imposible de desobedecer, porque un hutu que no mataba tutsis se convertía también en enemigo. Durante ese periodo de masacre, la radio oficial Mille Collins, fuente principal de propaganda en una sociedad mayoritariamente analfabeta, emitía varias veces al día el llamamiento de “¡Muerte! ¡Muerte! Las fosas con cadáveres de tutsis solo están ocupadas hasta la mitad. ¡Daos prisa en acabar de llenarlas!”
“Lo importante era que todo el mundo cometiese asesinatos, que el crimen fuese producto de una acción de masas, en cierto modo popular y hasta espontánea, en el cual participarían todos; que no existiesen manos que no se hubieran manchado con la sangre de aquellos que el régimen consideraba enemigos”, apunta Ryszard Kapuscinski en su libro Ébano.
Un informe de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas estimó que entre 250.000 y 500.000 mujeres fueron violadas durante el genocidio, una cifra extrapolada del número de embarazos a consecuencia de las violaciones. Además, el 70% de las mujeres que sobrevivieron contrajeron sida, según la Asociación de Viudas del Genocidio. La matanza dejó más de un millón de huérfanos y Ruanda llegó a tener así la mayor proporción mundial de jefes de familia menores de edad, es decir, 42.000 hogares donde se criaron más de 100.000 niños y niñas.
La ONG Water for Life, con sede en Hawai, Estados Unidos, me contactó como fotógrafo para que retratara el esfuerzo que representa para los niños huérfanos y las mujeres viudas el acarreo del agua, las largas distancias que deben recorrer para ello y las prioridades de su uso: cocinar, lavar, beber y por último –y nada urgente para muchos– el aseo personal.
En estas aldeas, construidas con ayuda internacional, el agua no es un tema ligero. Water for Life instala estructuras que permiten la captación de agua llovida que, luego de ser purificada, se almacena en tanques especiales que aseguran una provisión importante para la época seca.
Durante el verano, el precio del agua potable de los pozos administrados por el gobierno se dispara. En invierno, el precio promedio de cuatro galones (que la gente recoge en bidones amarillos) es de 25 centavos de franco, pero en verano, la misma cantidad puede llegar a costar hasta 100 ó 200 francos, una suma imposible de pagar para la mayoría de las familias, lo que conlleva al uso de agua no potable y, por ende, a fatales consecuencias para la salud. Paradójicamente, Kigali es una ciudad espléndida, próspera y segura, donde se nota la concentración de la riqueza y el acaparamiento de la ayuda extranjera. No hay en Kigali rastro de miseria, lo cual se ha obtenido violando los derechos de los “sin casa” y de los niños de la calle, a los que se encarcela en la isla Iwawa, en el lago Kivu, al oeste del país, como lo reveló un reportaje de The New York Times, en mayo pasado.
Basta con salir de la ciudad y descubrir el gran contraste, la opulencia de las casas de Kigali versus la miseria rural, resultado de una discriminación étnica –ahora más fuerte que nunca–, porque a pesar de que los
Las primeras fotografías que tomé fueron en el Ntarama Genocide Memorial. El sitio, una pequeña iglesia de ladrillos, casi en ruinas, está protegida ahora por un techo enorme, sostenido por gruesas columnas de acero ancladas en grandes bases de cemento y convertida en museo.
En ese lugar fueron asesinadas cerca de 5.000 personas, pues durante el genocidio la gente se refugiaba en las iglesias con la esperanza de que nadie, por más malo que fuese, se atrevería a hacer daño en el interior de un templo. Nunca cayeron en cuenta de que en esos días era el mismo “diablo” quien andaba suelto, como me dijo el guía del lugar.
Tiempo después, el gobierno decidió montar una improvisada-macabra-educativa exposición con todos los cráneos, todos los fémures, toda la ropa (dispuesta a manera de tapiz en las paredes) y todas las (pocas) pertenencias de cada uno de los que allí perdieron la vida.
Los días que siguieron, me dediqué a fotografiar escenas de la vida cotidiana en la aldea. Hubiera querido visitar campamentos
Es mediodía. Una mujer de unos 25 años lleva apoyado sobre su hombro el típico bidón amarillo repleto de agua. Su brazo derecho forma una escuadra para poder sujetarlo. En su espalda carga un bebé como se acostumbra en África y con la mano izquierda, sostiene a un niño de dos años que lleva apoyado sobre las caderas. Otro niño, unos tres años mayor que el segundo, camina a su lado agarrado de su enagua. Hace mucho calor. Los cuerpos se bambolean bajo el peso del sol. Ella seguirá caminando descalza sobre el lastre rojo de la carretera un kilómetro más, hasta llegar a su casa, donde la esperan sus otros dos hijos.