A finales del siglo XIX, un pequeño huracán desarraigó un gigantesco árbol en el lugar conocido como Las Mercedes, en la provincia de Limón. Ese lugar estaba en los terrenos que Minor Keith, concesionario de la construcción del ferrocarril al Caribe, y los había logrado como parte de sus contratos con el gobierno de Costa Rica. En las raíces del árbol aparecieron treinta objetos de oro, que pasaron a poder de Keith y marcaron su inicio como coleccionista a gran escala.
Keith fue acumulando gradualmente objetos del Caribe central y de otras partes del país. A su muerte, la colección sobrepasaba los 16.000 objetos de cerámica, oro, piedra y jade. Hoy, después de casi un siglo, un segmento de esa colección regresa a Costa Rica. Luego de contar con alrededor de una tercera parte de la colección original, el Museo de Brooklyn (Nueva York) devuelve parte de ella al Museo Nacional de Costa Rica.
La historia de la colección Keith está ligada a la concepción del pasado en Costa Rica al final del siglo XIX, y a la actitud prevalente entonces hacia el coleccionismo. Del azaroso itinerario de los objetos también nos hablan los destinos de la colección desde su acumulación por Keith hasta su fragmentación en lotes, que fueron a diferentes museos en varios países.
Huaqueros y coleccionistas. Por muy grande que nos parezca la cantidad de la colección Keith, muchos miles de piezas más salieron a finales del siglo XIX y buena parte del XX sin mayores problemas. Por mucho tiempo, en Costa Rica, no difirieron mayormente las actividades de huaqueros, exploradores y personas encargadas por museos para obtener colecciones.
El coleccionismo de objetos precolombinos era practicado por figuras públicas importantes del clero y la política. Incluso, algunos coleccionistas recibieron respaldo oficial para sus actividades y tuvieron una estrecha relación con los pocos arqueólogos que visitaron el país en esa época, quienes también formaban colecciones para sus museos.
El escaso desarrollo de la arqueología y la ausencia de una legislación específica que protegiera la explotación y la exportación del patrimonio arqueológico redundó en el saqueo generalizado de los cementerios arqueológicos y el comercio de antiguedades.
Los objetos que se colocaban como ofrendas funerarias en las tumbas precolombinas eran buscados afanosamente dada la existencia de un próspero mercado nacional e internacional.
En el Valle Central, personas se dedicaban a identificar lugares provistos de cementerios para adquirir los derechos a fin de saquearlos. En el sureste se vivieron verdaderas “fiebres de oro” a partir del arribo de colonos desde el Valle Central y Panamá.
Por ejemplo, se empezó a huaquear desde 1850, y tal vez desde antes, en el sitio Panteón de la Reina, en el valle de El General y uno de los más ricos y complejos de la región.
Una de las claves para entender esa situación fue el papel marginal que los intelectuales dieron al pasado precolombino al construir una identidad nacional en el último tercio del siglo XIX. La concepción del pasado precolombino se fundamentó en la dicotomía “Barbarie (indígenas)-Civilización (europeos)”.
Por ejemplo, en su versión del descubrimiento y la conquista, Ricardo Fernández Guardia dice que Costa Rica era habitado por “algunos miles de indios semibárbaros esparcidos en las grandes selvas que lo cubrían casi todo”.
La creación del Museo Nacional de Costa Rica, en 1887, no logró contrarrestar en un inicio dicha visión por el escaso apoyo oficial y por la visión coleccionista predominante. Sin embargo, a partir de su creación se sientan las bases para lograr una mayor protección y una amplia divulgación del patrimonio, décadas más tarde.
Keith, el coleccionista. Luego del episodio del árbol, Minor Keith –dueño además de extensos terrenos que dedicó al cultivo del banano– formó una de las colecciones más grandes y valiosas de arte precolombino costarricense.
Keith mostró un interés directo en esta actividad. En algunas versiones se dice que él mismo encontró los objetos de oro en el árbol, además de dirigir personalmente excavaciones de tumbas.
El arqueólogo sueco Carl Hartman mencionó que el propio Keith le había dicho que planeaba excavar todo un montículo en el sitio Las Mercedes, para lo que emplearía una cuadrilla de 50 hombres, ya que creía que debía contener ricos tesoros de piedra.
Efectivamente, Keith tenía una cuadrilla especializada en saquear tumbas. Parece que la persona que la dirigía, Jesús Alpízar, extrajo más de 10.000 objetos de las numerosas tumbas ubicadas en las tierras controladas por Keith.
Esas tumbas fueron consideradas más “ricas” que las excavadas posteriormente por los arqueólogos Carl Hartman y Alanson Skinner. La cuadrilla de Keith expuso sitios de gran tamaño y saqueó las tumbas principales.
Además de los objetos obtenidos mediante excavaciones así realizadas, Keith compró objetos extraídos por otros en la zona de Guanacaste y el sur.
Su primera colección consistió principalmente de vasijas de cerámica y estatuaria, y la donó en 1882 al Museo Nacional de los Estados Unidos (ahora es el Museo de Historia Natural del Instituto Smithsoniano, en Washington).
Una pequeña parte. La historia y los itinerarios de la colección Keith es también un reflejo de cómo los objetos se mueven en el tiempo y el espacio cambiando su significado y su uso. Los miles de objetos que compusieron la colección Keith salieron de incontables tumbas de diferentes puntos del territorio costarricense extraídas por huaqueros por su valor monetario.
Esas tumbas pertenecían a diferentes períodos de tiempo, pero se desconoce el origen concreto de los objetos. Hacia 1914, toda esa colección estaba junta y se exponía en la extensa propiedad de Keith en Babylon, Brooklyn, luego de ser traslada gradualmente desde Costa Rica. Su número y su variedad eran a su vez muestras del poderío económico de Keith.
A partir de entonces, la colección iniciaría su fragmentación y sus trayectorias. Una parte fue dada en préstamo al Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, y otra se depositó en el Museo del Indígena Americano, Fundación Heye.
El deseo de Keith de que la colección se mantuviera unida no fue respetado por sus albaceas. Luego de su muerte en 1929, la colección se dividió en tres grandes lotes que fueron a dar al Museo de Historia Natural de Nueva York, al Museo del Indígena Americano (Fundación Heye) y al Museo de Brooklyn.
Del lote del Museo de la Fundación Heye, segmentos de la colección fueron intercambiados o enviados a museos del Ecuador, Dinamarca y El Salvador entre 1921 y 1926. El remanente luego fue traspasado al actual Museo del Indígena Americano, en Washington.
Del segmento del Museo de Brooklyn, una parte regresó finalmente a Costa Rica. Así, una pequeña fracción completó un periplo de más de 100 años. Estas piezas salieron cuando existía una gran tolerancia ante el saqueo de los sitios precolombinos y ante el atesoramiento y el lucro con los objetos arqueológicos. Ahora regresan a un país que valora más su patrimonio y los usos de exhibición e investigación.
El autor es arqueólogo y ha sido director del Museo Nacional de Costa Rica.