Rumbo a un santuario lejano, un peregrino encuentra a tres hombres picando piedra al borde del camino. Cuando le pregunta al primero qué hace, éste le contesta de mala manera: “¿No lo ve? Me parto el lomo picando piedras”. Ante la misma pregunta, con el rostro oculto por una costra de polvo y sudor, el segundo le explica que se gana el sustento de su familia con el único oficio que conoce. Finalmente, se dirige al tercer hombre quien, mirando con orgullo las lascas de piedra, le dice sonriente: “Estamos construyendo una catedral”.
La historia, recogida en una fábula de Charles Péguy (1873-1914, escritor francés), hace las delicias de Viktor Frankl, un joven austriaco estudiante de medicina. En una Viena empobrecida por la derrota de la Primera Guerra Mundial, Frankl se especializa en neurología y psiquiatría. En 1933 está a cargo de una sala dedicada al tratamiento de mujeres con intento de suicidio, en el Hospital General de Viena; para el final de la década es Jefe del Departamento de Neurología del Hospital Rothschild, el único hospital vienés judío tolerado en los tempranos años del nazismo.
A inicios de 1942 es deportado por los nazis al campo de concentración de Theresienstadt, un ghetto amurallado ubicado al norte de Praga (Checoslovaquia). Corre 1943 cuando 476 judíos daneses son enviados a dicho campo y el gobierno de Dinamarca comienza a ejercer una presión notoria sobre los nazis. Esto motiva que Theresienstadt sea convertido en un centro modelo, con fines propagandísticos. Pero ello lo vuelve doblemente perverso: en 1944, tras el rodaje de una película que muestra “una colonia judía modelo”, los actores y el director son asesinados; asimismo, antes de cada visita de la Cruz Roja muchos prisioneros son enviados a Auschwitz, para maquillar el hacinamiento. El 8 de mayo de 1945, el Ejército Rojo libera a 17.000 sobrevivientes.
La búsqueda de sentido. Condenado a trabajos forzados reparando las líneas del tren, Frankl descubre que, tras la muerte por enfermedad o por suicidio, yace como causa primaria la pérdida de la esperanza. Así, aquellos prisioneros que anhelan reunirse con seres queridos o se aferran a proyectos inconclusos, parecen tener mejores oportunidades de sobrevivir; en ellos resuena el filósofo Friederich Nietszche: “Quién tiene un por qué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”.
Testigo clínico del horror de un campo de concentración, Frankl condensa una ruptura que viene construyendo desde quince años atrás. Convertido en el prisionero número 119.104, rompe con los postulados del psicoanálisis de Freud (que considera que la pulsión de placer es la raíz de toda motivación humana) y con la psicología individual de Alfred Adler, para quien la primacía la tiene la voluntad de poder.
Entonces, no se trata del placer ni del poder, sino de la voluntad de sentido. La logoterapia (del griego logos, en su acepción de sentido) acaba de nacer como la “tercera escuela vienesa de psicología”, un tipo de psicoterapia que propone que dotar de significado a la existencia es la motivación primaria del ser humano.
Frankl encuentra que la muerte puede enriquecer el significado de la vida. Dice: “Si el hombre fuese inmortal, podría demorar cada uno de sus actos hasta el infinito”. Y agrega que el objeto de la vida no está en su duración, pues “Lo que carece de propósito, no lo adquiere por el hecho de hacerse eterno”. Así, nuestra finitud biológica debe ser un incentivo para buscar un proyecto vital.
En 1944 es trasladado a Auschwitz (donde pierde a su esposa y sus padres) y luego a un campo satélite de Dachau, donde es liberado por los aliados en abril de 1945. Ese mismo año escribe su famoso libro El hombre en busca de sentido y regresa a trabajar como Jefe del Departamento de Neurología de la Clínica de Viena. Como profesor de neurología y psiquiatría, divide su tiempo entre la Universidad de Viena y las universidades de Harvard y Stanford en Estados Unidos.
El psiquiatra dominical. La logoterapia enseña que cada persona es atravesada por la pregunta acerca del objeto de su propia vida. Si esta pregunta no obtiene respuesta, se cae en el sentimiento del absurdo (la idea de que la propia existencia no tiene dirección ni razón de ser) y del vacío existencial lleno de aburrimiento, agresividad y depresión. Hay formas de frustración existencial juvenil en la drogodependencia, el alcoholismo, la delincuencia y el suicidio –una de las tres primeras causas de muerte de personas entre 15 y 44 años de edad, según la Organización Mundial de la Salud–.
Para Frankl, en la sociedad moderna vamos del estrés de una jornada laboral acelerada a la “neurosis existencial del domingo”. Así, cuando tenemos –¡por fin!– tiempo libre, nos aplasta el vacío de una vida sin rumbo y ¡no queremos hacer nada!
Cuanto menos conoce una persona la meta de su vida, tanto más acelera su ritmo. Si el trajín frenético de la semana es un vano intento de evasión de la frustración existencial, también lo son el festejo extremo del fin de semana, el intento de llenar el vacío existencial con artefactos –¡la última tecnología!–, vagar sin fin por los Malls o hundirse en entretenimientos pasivos (dormirse viendo la televisión). Empero, al vivir sin metas, valores o ideales, el vacío vital es un agujero sin fondo que, sin importar lo que hagamos, nunca podremos llenar.
Para dar con el sentido de la vida, Frankl apunta tres caminos. El primero está dado por los valores de la experiencia: el goce estético y la capacidad de experimentar el amor de y hacia otra persona; una segunda forma es a través de valores creativos ( abrazar una causa y comprometerse con un proyecto vital). La tercera vía son los valores actitudinales , asociados con la compasión, la valentía y la capacidad de asumir una actitud esperanzadora y trascendente frente a la adversidad. Así, el amor, el trabajo (vivido como “misión personal” y contribución a la sociedad) y el valor para afrontar las dificultades forman una triada que nos salva del vacío vital.
Del puñado de técnicas empleadas en logoterapia destacan el autodistanciamiento ( verse más allá del padecimiento), la mayéutica (emplear preguntas para guiar a la persona hacia el autoconocimiento) y el psicodrama (una dramatización en la que el paciente es el protagonista y trabaja con “aquello que cambiaría si tuviese una segunda oportunidad”).
Viktor Frankl vive una larga vida. A los 67 años obtiene su licencia de aviador, escala montañas a los 80 años y da clases en la Universidad de Viena hasta los 85. Sobreviviente de lo peor del siglo XX, el logoterapeuta más famoso de la historia rescata lo mejor de lo humano y lucha por convertir el sufrimiento en servicio, la culpa en cambio y la muerte en acicate para disfrutar genuinamente la vida. El 2 de septiembre de 1997, en Viena, minutos antes de fallecer, uno de sus estudiantes le pide una frase de despedida. Frankl recuerda el decir del gran poeta y filósofo Goethe –la vida no es un “algo”, sino un “para algo”– y responde: “He encontrado el sentido de mi vida ayudando a los otros a encontrar un sentido en su vida”.
EL AUTOR ES CONSULTOR TRANSDISCIPLINAR Y PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE COSTA RICA.