Sin pretensión de invadir el terreno de los expertos en crítica de teatro, deseo compartir la profunda impresión que me dejó la presentación de la obra Los árboles mueren de pie, del español Alejandro Casona, en el Auditorio Nacional. Todos los actores son excelentes, pero doña Eugenia Chaverri en el papel de la abuela es tan conmovedora que por sí sola es justificación suficiente para ver la obra.
Aparentemente, este será el último año que se presente en el Auditorio, pues el Ministerio de Educación eliminó de su programa la lectura obligatoria de Los árboles mueren de pie. Tal vez la comisión que decidió eliminarla la considera demodé o muy complicada para nuestros estudiantes. Ciertamente es una pieza sustanciosa, muy distinta de esas livianas que abundan en nuestra cartelera teatral, y por eso mismo debería seguir siendo objeto de estudio, de reto intelectual y emocional para los jóvenes. La de Casona es una obra delicada y profunda, cuya esencia es permanente, no pasa de moda. Explora y desnuda tanto las debilidades como las fortalezas del ser humano. Parte de una propuesta fantasiosa, locamente esperanzadora, para luego estrellar a personajes y lectores o público contra una realidad dolorosa y cruel, pero reparadora. Además de su riqueza literaria, esta es una historia inspiradora, que ofrece valores cada vez más ausentes en la sociedad contemporánea. Es propicia para leer antes de emprender una lucha, cuando se está ante una crisis, cuando se debe sacar fuerzas de flaquezas.
En esta misma página, el 16 de agosto pasado, se publicó un artículo del premiado escritor Norman Manea, quien dijo: “La cultura es una pausa necesaria de la cotidiana carrera de locos, de nuestros entornos políticos caóticos y frecuentemente vulgares, y es una oportunidad para recuperar nuestra energía espiritual. Grandes libros, grandes obras musicales, y grandes pinturas no solo son una extraordinaria escuela de belleza, verdad y bien, también son una manera de descubrir nuestra propia belleza, verdad y bien, este es el potencial para cambiar, para mejorarnos a nosotros mismos y mejorar, incluso, a algunos de nuestros interlocutores.”
Ese tipo de obra es, precisamente, Los árboles mueren de pie: transporta al lector o público a través de un proceso de gran intensidad emocional, que obliga a una revisión de la propia vida, experiencia a la que muchos de nuestros jóvenes no están expuestos hoy en día, porque están permanentemente distraídos con los estímulos directos de la omnipresente tecnología. Por eso fue refrescante presenciar el entusiasmo con que aplauden y comentan la obra los estudiantes de varios colegios que han tenido el privilegio de asistir a las funciones matutinas presentadas a posta para ellos durante varias semanas. ¡Qué lástima que sea la última vez que nuestros estudiantes la tendrán a su alcance como parte de su formación académica y humanística! Dichosamente, al menos, quedan ejemplares impresos en las bibliotecas y algunas librerías, y hasta el texto completo en Internet, para que las futuras generaciones, aunque sea por azar, puedan encontrar esa obra que es de valor imperecedero.