Las reflexiones del filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) sobre la locura provenían de la premisa de Pierre Klossowski (“La locura por excelencia”, introducción a la traducción de Strindberg, Van Gogh, Hölderlin, Swedenborg , de Karl Jaspers) acerca de la imposibilidad de la ciencia para comprender la enfermedad mental.
Los surrealistas habían sido los precursores e instalaron la reflexión filosófico-literaria sobre la locura; André Breton la había tratado en Nadja , y Antonin Artaud en Van Gogh, suicidado de la sociedad (1948). Esta obra mostraba que la locura era una contestación radical a modelos establecidos y, además, acusaba a los médicos y psiquiatras de ser los representantes de la sociedad injusta y criminal y, como tales, capaces de “suicidar” a sus pacientes.
Según Artaud, la violencia de Van Gogh había sido la respuesta al odio del mundo y de los psiquiatras, y su locura, una réplica a la imbecilidad universal. Georges Bataille también se había interesado en la locura y brindó a Foucault la oportunidad de publicar, en Critique , el artículo “Prefacio a la transgresión” (1963), que discurría sobre “la posibilidad del filósofo loco”.
Su audaz libro Locura y sinrazón. Historia de la locura en la época clásica (1961) fluctuaba entre un tratado erudito sobre la locura y un ditirambo de ella. Insistía en que la locura había sido proscrita y segregada a partir de la modernidad; es decir, con la Ilustración. La locura no sería así una enfermedad de base biológica –aunque Foucault nunca fue demasiado explicito en este asunto–, sino una invención simétrica y dependiente de la construcción del racionalismo.
Otras voces. Contemporáneo de esas teorías fue el movimiento británico de la antipsiquiatría, de Ronald Laing y David Cooper, seguidos por el estadounidense Thomas Szas y el italiano Franco Basaglia.
Aunque Laing y Cooper desconocían a Foucault cuando escribieron sus primeras obras, compartían muchas de sus ideas y también las fuentes de inspiración (Nietzsche y Heidegger), aunque diferían en la valoración de Sartre, solo admirado por los dos británicos
La versión inglesa de Historia de la locura... fue prologada por Cooper, y el público anglosajón consideró a su autor un integrante más del movimiento antipsiquiátrico.
Junto con Bataille y Maurice Blanchot, Foucault no fue ajeno, a la rehabilitación de Sade: para todos ellos, otro loco genial. Sobre él escribió Foucault: “Después de Sade, la sinrazón pertenece a todo lo que es decisivo, para el llamado moderno, en toda obra: es decir, en toda obra que acepta lo asesino y lo coercitivo”.
En el caso de Sade, la locura se relacionaba con otras conductas exaltadas, bien vistas tanto por Bataille como por Foucault: la violencia y, en particular, el sadomasoquismo.
La visión foucaultiana del sadismo debía ser tomada al pie de la letra ya que Foucault estaba fascinado por la crueldad y la violencia de la tortura, hasta el extremo de que en Vigilar y castigar (1975), en el capítulo “El estallido de los suplicios”, llegaba al elogio del esplendor y la gloria de la muerte en un “tormento de orgías” y en el “goce de la tortura”.
A los grandes locos (Artaud, Nietzsche, Van Gogh y Roussel), Foucault los consagró como profetas que se enfrentaban a la execrable sociedad racionalista moderna. Las últimas palabras de Historia de la locura... eran un reproche a un mundo que había juzgado y medido la locura –y las obras de los locos geniales– sin advertir que acaso solo en ella encontraría sentido:
“Astuto y nuevo triunfo de la locura: el mundo que creía medirla y justificarla por la psicología, debe justificarse ante ella puesto que en sus esfuerzos y en sus debates él se mide en la medida de obras como las de Nietzsche, de Van Gogh, de Artaud. Nada en él, sobre todo aquello que puede conocer de la locura, le da la seguridad de que esas obras de locura lo justifican”.
Además, Foucault anunciaba una venturosa edad en la que la locura no desaparecería a causa de su curación, sino porque “todo lo que hoy día sentimos sobre el modo del límite o de lo extraño, o de lo insoportable, habrá llegado a la serenidad de lo positivo”.
Cuando Foucault, los antipsiquiatras, Gilles Deleuze y Felix Guattari o Jacques Lacan sostenían que la locura no era una enfermedad, desconocían, o tal vez menospreciaban como “cientificismo biologista”, las investigaciones re-alizadas por el Instituto Carolina de Estocolmo acerca del funcionamiento de las células neuronales y su incidencia en las enfermedades mentales.
Falso pasado. En cuanto a otros seres humanos débiles (enfermos, perversos sexuales, excéntricos y transgresores), los comentarios de Foucault intentaban mostrar que, al igual que los locos, la represión había comenzado en el mundo moderno y era una consecuencia de la racionalidad y la Ilustración.
Sin embargo, el paraíso premoderno perdido y añorado por Foucault nunca había existido: los datos históricos muestran la falsedad de la visión casi idílica sobre el tratamiento más humano y en mayor libertad de que disponían los locos en las sociedades premodernas.
Aunque no existieran manicomios específicos en la Edad Media, los dementes no fueron mejor tratados porque eran confinados en cárceles y hasta en jaulas, lapidados, mutilados o supuestamente excluidos en la “nave de los locos”.
La locura no se consideraba una enfermedad, sino un pecado o una posesión diabólica. Es conocido el trato que se daba a quienes incurrían en estas faltas en las sociedades cristianas medievales.
La campaña contra los hospitales psiquiátricos emprendida por Foucault y los antipsiquiatras no consideraba planes para mejorar esas instituciones, sino que propugnaba la supresión de estas.
Ellos tampoco se preocupaban de conocer las verdaderas características de la enfermedad ni tenían en cuenta que los enfermos, en sus momentos de lucidez, demandaban tratamiento para aliviar sus síntomas.
No les interesaban los problemas prácticos con los que se enfrentaban los familiares de los enfermos o los trabajadores de la salud que vivían de cerca el problema de la locura; solo les importaba si se aplicaba la teoría de Foucault, de Guattari, de Cooper o de Lacan.
Como no tenían nada que perder ni que ganar, más allá del brillo de su prestigio personal, con la típica actitud del izquierdismo infantil preferían destruirlo todo antes que tratar de mejorar algo.
Ajenos al dolor. En la Francia de los revoltosos años 60 se intentó movilizar a expacientes mentales en comités para la lucha contra la “represión psiquiátrica”. Asimismo, se organizó a los enfermos y a los trabajadores de la salud para conquistar el control de los centros psiquiátricos con lemas como “la autogestión” y “el ejercicio del poder por los pacientes”.
En los Estados Unidos se cerraron algunos hospitales psiquiátricos o dejaron a los internos en libertad; con esto se consiguió tan solo que los más pobres y abandonados deambulasen perdidos por las calles, en el desamparo total.
Según Foucault, en el mundo moderno, la locura había sido confinada porque se la percibía como “el peligro subterráneo de la sinrazón, de ese espacio amenazante de una libertad absoluta”.
El romanticismo primero, y luego el surrealismo y los postestructuralistas (en especial Foucault), difundieron la idea de la locura como un estado de plenitud. La influencia nietzscheana los llevaba a pensarla como la lucha de los instintos dionisíacos contra la opresión de la racionalidad apolínea.
Por el contrario, ajeno a esas febriles teorizaciones, el loco vive atormentado por el miedo y la angustia. Lejos de liberar sus instintos o representar una contestación a la sociedad establecida, el loco –al igual que el hombre primitivo– suele ser prisionero del sentimiento de culpa que deriva de la imaginada violación de los tabúes.
La locura es un sufrimiento tan intenso que clama por la curación y desautoriza su idealización. Con su exaltación lírico-metafísica de la locura, los poetas y los filósofos fueron manipuladores de los sufrientes, más peligrosos que la psiquiatría que denunciaban.
El autor es filósofo argentino. Este artículo es un extracto de su libro ‘El olvido de la razón’, editado por Sudamericana y por Debate en el 2006.