Ligia Kopper recuerda que, cuando contaba 22 años, paseándose por el valle de Escazú, encontró sin proponérselo un grupo de jóvenes mujeres que pintaban en acuarela sus hermosas montañas, bajo el lúcido ojo de una gran maestra. Esta maestra era nada menos que Margarita Bertheau. Con el afecto que la caracterizaba, la pintora la invitó a participar en el grupo que, sabemos, dio frutos privilegiados.
Ese primer encuentro fue significativo pues, desde la mirada y los pinceles de Bertheau, Ligia Kopper conoció los colores y la topografía de las montañas de Escazú.
La marca de esta experiencia condujo a Ligia a buscar nuevos caminos. Con pincel, espátulas, papel y pintura en mano, y siempre –obsesivamente– con nuestro paisaje en su mente, llegó a recibir enseñanzas de
Hoy, en su primera exposición individual, esta fiel amante de las montañas costarricenses vuelve por sus fueros a profundizar en el
Como asidua caminante, y con el bagaje de sus estudios, Ligia Kopper ha visitado el cerro Chirripó y sus crestones; el volcán Arenal, los cerros de Escazú, el valle de El General, el volcán Turrialba, la montaña Azul, entre otros lugares.
Ligia fue incluso testigo del deslizamiento de la parte alta de Pico Blanco, un desastre en el que murieron 23 personas y dejó muchas familias sin casa en Calle Lajas de San Antonio de Escazú. El dolor de las víctimas se ve expresado en uno de sus cuadros.
Al recorrer su exposición
Hoy, muchos años después, Ligia ve la naturaleza de otra manera: ya conoce el irrespeto con el que se la trata y percibe el espíritu de nuestras montañas –ejemplo de fuerza–, lo cual se ha acentuado en su propuesta estética.
La suya es una naturaleza desmesurada; es un llamado a que el ser humano la sienta como parte integral de su vida.
Hoy, la mirada de Ligia hacia la naturaleza es más profunda: es un llamado a recordar su belleza, a deleitarnos en sus colores alucinantes, bellos, desmedidos, que simbólicamente están “gritando” para que les sea devuelto el respeto que se les ha quitado.
Estamos ante un homenaje a los colores, la belleza y la conformación geológica de nuestras maravillosas montañas azules. ¿Podríamos los costarricense levantarnos un día y no vernos rodeados de montañas? Sería imposible pues son señales inequívocas y vivas de nuestras identidad.