Lo he escrito en muchas ocasiones en esta columna: la principal causa de la ineficacia e ineficiencia del sector público costarricense radica en la forma que está estructurado el empleo público. Los salarios, los beneficios de vacaciones, anualidades, dedicación exclusiva, disponibilidades e incapacidades, así como el rompimiento del tope de cesantía y la inamovilidad “de facto”, hacen que los empleados públicos tiendan a estar poco motivados a hacer el máximo esfuerzo posible. Por eso hay que aplaudir al Gobierno por presentar una propuesta de reforma para discutir este problema.
Los salarios y los privilegios que reciben los empleados públicos son desproporcionadamente mayores que los de cualquier otro trabajador costarricense. Hay, incluso diferencias significativas dentro del mismo sector público, que ante igual o similar trabajo el salario puede ser muy diferente. En la práctica, además, es casi imposible, o al menos muy oneroso, despedir a un empleado público, aunque este haya cometido la peor fechoría imaginable. Esa combinación de factores hace que los trabajadores del Estado se sientan muy cómodos en su puesto de trabajo, sin que sientan la urgencia por hacer ningún esfuerzo para mejorar la calidad del servicio que brindan. Debo aclarar que esto no quita que haya algunos que sí se esfuerzan por hacer mas de lo que su trabajo les pide, pero estos tienden a ser la minoría, desgraciadamente.
Ahora bien, aunque la propuesta de reforma del Gobierno vaya en la dirección correcta, es claro que la implementación tendrá un camino tortuoso. Ya los sindicatos levantaron su voz, tal y como se esperaba, para defender los “derechos adquiridos”. A los jerarcas de entidades se les pide que denuncien las convenciones colectivas abusivas existentes, para renegociarlas. Cuando eso suceda, la presión sindical será mucho mayor, y está por verse cómo hace el Gobierno para plantarse en su propuesta de reforma.
En este proceso, lo que el Gobierno debe evitar son tres cosas. Primero, que no se haga nada. En el peor de los casos, podría ser que termine aplicando los cambios únicamente a los nuevos empleados, dejando a los viejos con sus privilegios. Aunque fuera así, habría ya una ganancia con respecto a lo que hay hoy. Segundo, que la equiparación de las desigualdades se haga “hacia arriba”. Seria fatídico para las finanzas públicas que se le terminen dando los beneficios de los que más tienen hoy a los que menos tienen. La equiparación debe ser “hacia abajo”. Finalmente, la reforma debe incorporar cambios que permitan el despido de los malos trabajadores. Si alguien no hace bien su trabajo, que mejor se vaya para su casa y le deje el campo a otro que sí quiere ayudar al país.