Todos los dedos apuntan acusadores hacia un humilde zapatero llamado Darío Calderón, como el origen de la epidemia.
Él se defiende: fue una solicitud expresa de un cliente... ¡y el que paga, manda!
La historia, que empezó a escribirse a finales del 2010 y ahora es casi leyenda, dice que un hombre conocido solo como “César de Huizache”, llegó con un teléfono celular en la mano al negocio de Calderón.
Le mostró una imagen de unas botas descomunales: 60 centímetros de punta que se doblaban hacia la rodilla. Hechizado por la imagen, le exigió al zapatero reproducir la pieza e incluso hacerle más grandes las puntas.
Noventa centímetros de largo tenía la punta de las primeras “botas picudas” que se conocieron en la ciudad mexicana de Matehuala, en San Luis de Potosí.
Feliz con su nuevo calzado, el hombre tomó rumbo hacia la mejor discoteca local, iluminó la pista de baile con sus enormes extensiones y, a la mañana siguiente, los 70.000 habitantes se levantaron –casi como si fuese un cuento en Macondo– hechizados.
El valor del tamaño
¿Qué son las botas picudas? Si esto fuera una crónica deportiva, se valdría afirmar que son botas con esteroides. Es sencillo: son algo que creció y nadie tuvo el buen sentido de podarlo.
“Al principio, empezaron a aumentar y aumentar, hasta que se salieron de control”, explica un joven en el documental Behind the Steams , de la televisora en línea VBS TV.
Calderón se erigió como el primer zapatero de picudas. Sin poder ocultar su orgullo por ello, cobraba unos sonoros 400 pesos ($35) por cada par. Pero, poco a poco, la ciudad se fue llenando de negocios que imitaban su estilo.
Incluso, quienes no podían ir al zapatero las construían con mangueras y tornillos. Si uno les ponía escarcha, otro les agregaba detalles en colores. Si esta punta medía 50 centímetros, la siguiente llegaba al metro.
La competitividad hizo a los hombres de San Luis de Potosí llegar a límites impensables: puntas de dos metros, grabados que resplandecían en la oscuridad y un ecosistema que las adoptó.
Encontraron su hábitat entre los bailes de música tribal, una especie de fusión entre ritmos africanos, melodías aztecas y un remix a lo DJ vanguardista. Pantalones tubo (coloridos, tome nota), camisa decente y sombrero completaban el “uniforme”.
Así, las botas llegaron a protagonizar unos intensos duelos de baile en los cuatro grandes bares de Matehuala. El fenómeno ha llegado a localidades vecinas; fue importado a Texas y a Misisipi.
“Antes no me gustaban mucho, pero las chicas no bailaban contigo si no tenías botas picudas”, cuenta Pascual Escobedo a la agencia AP.
Para terror de muchos, la ocurrencia se asentó en Matehuala. El vaquero rudo con sus botas iracundas es pura melancolía: ahora manda lo excéntrico, los colores descabellados y, sobre todo, la punta impredecible.