Ronaldo, jugador de futbol del Real Madrid, manifestó hace algunos días que estaba triste, congoja que reflejaba su rostro. La noticia le dio la vuelta al mundo.
En la cancha sus compañeros lo consolaron; el presidente del club entristeció también. Pocos sabían la causa de tan profundo dolor. Un periódico, indiscreto, lo aclaró. Ronaldo tenía un raquítico salario de diez millones de euros al año y, al parecer, pedía que se lo aumentaran. Como no había obtenido respuesta, no celebró los goles que logró en una tarde gloriosa de técnica y fortaleza muscular, situación que ocasionó silencio universal.
Días después, Ronaldo regresó optimista, feroz en la cancha, saltando, gritando, revolcándose en el césped por un nuevo gol. Ronaldo el de siempre. El Bernabéu retumbó de felicidad, y el mundo resonó, henchido de felicidad: ¡goool! La noticia dio otra vez la vuelta al mundo, alegría de la humanidad.
Antes del posible aumento, y calculada la conversión, Ronaldo ganaba una suma equivalente a dieciocho millones de colones diarios. Milagro de los supremos contrastes en un mundo de trágicos desajustes. Pareciera que el goce del espíritu universal depende del aumento que se haga del sueldo a un magnífico jugador de futbol, aun cuando tal sueldo sea superior a la suma de los salarios devengados por el presidente de los Estados Unidos, el primer ministro francés, el presidente del Banco Central Europeo, el de los reyes de España, Holanda y Suecia, el del presidente del Banco Mundial y la directora del Fondo Monetario Internacional. ¡Bendito sea Dios!