Conocí a don Carlos Luis Sáenz en 1968, año en que yo iniciaba la carrera de periodismo en la Escuela de Ciencias de Comunicación Colectiva de la Universidad de Costa Rica.
Don Alberto Cañas, director fundador de la escuela, lo había seleccionado para que nos diera a conocer las virtudes y los secretos de la literatura costarricense.
Desde la primera lección me sorprendió la rebosante –y contagiosa– alegría con la que don Carlos Luis impartía sus clases y compartía sus vivencias. Evidentemente disfrutaba de la docencia.
Él contaba con la enorme ventaja de que había conocido personalmente a buena parte de los creadores de quienes nos hablaba; y no sólo los había conocido: con muchos de ellos había compartido ideales, luchas e injusticias.
Nos habló de las aspiraciones literarias de Lisímaco Chavarría, Aquileo, Magón , García Monge, Carmen Lyra' y las ilustró con anécdotas y vivencias.
Todo ello era acompañado siempre de una gran alegría vital y de risas contenidas: una manera de reír tan personal, tan propia de él, que hoy representa el rasgo suyo que mejor recuerdo. Así se fue el año'
Ausente. En el segundo año de la carrera, tuve la impresión de que don Carlos Luis ya no estaba en la Escuela, pero no indagué. Solo unos años más tarde me enteraría de la razón por la que no volví a verlo en el campus universitario.
Al concluir mis estudios universitarios en 1971, tuve la suerte de ser llamado por doña Kitico Moreno a integrar el grupo que dio vida al Centro de Cine del Ministerio de Cultura.
Allí se integró también el hijo de don Carlos Luis, Carlos Matías, quien había regresado de México, donde había sido camarógrafo del Museo Antropológico.
De esa manera tuve esporádicos reencuentros con don Carlos Luis, momentos gratos en los que volví a experimentar aquella alegría vital y aquella risa tan características suyas.
En algún momento me dispuse a hacer una película documental sobre la vejez en Costa Rica y sobre las particulares condiciones que la acompañan.
Le propuse a don Carlos Luis desempeñar, en el filme, una doble función: como Abuelo Cuentacuentos en primer lugar, y luego como representante de la edad de oro que nos acompañaría en una visita a un hogar de ancianos.
Para suerte nuestra, aceptó ir con nosotros en esa odisea, junto con su compañera de vida, doña Adela Ferreto, y sus nietos, Li e Iván.
Además, nos ofreció la ubicación para las escenas inicial y final de la película: al anochecer, frente a la chimenea encendida de su casita de campo en San José de la Montaña, y al lado de doña Adela que teje, allí narra don Carlos Luis un cuento de Hans Christian Andersen a sus nietos.
El cuento trata de la ingratitud de una pareja de adultos que castiga al abuelo a comer en plato de madera y con cuchara de palo, mientras ellos comen con cubiertos de plata y en platos de porcelana.
Este cuento sirve de introducción y cierre al tema de la película. La cinta se titula La vejez y se estrenó en 1975 en cadena nacional de televisión.
De paso sea dicho, Carlos Matías estuvo a cargo de la cámara y logró tomas extraordinarias de la senectud. Después puso a prueba su talento como director en unos doce documentales, como La yegüita, Semana Santa en San Joaquín, De adobe y Las palabras del poeta , filme este último sobre su padre.
El adiós. Don Carlos Luis resultó un actor y un relator extraordinarios, un abuelo que, a partir de un cuento tradicional, nos lanza a la realidad actual y nos introduce en la ingratitud particular a la que están expuestas, aquí y ahora, las personas de mayor edad.
Tras acompañarnos en la visita a un hogar de ancianos, don Carlos Luis no sólo resumió sus impresiones, sino que señaló la injusticia particular de que él fue objeto y que –de paso– explica por qué yo no había vuelto a verlo en la Universidad de Costa Rica.
“De pronto, un día recibí una carta, carta obligatoria: ‘Señor, le recordamos que usted ya cumplió la edad legal, 70 años, y que debe pensionarse’ . Claro, una carta muy elogiosa, en la que le dan a uno las gracias, en la que dicen que uno es un portento de todo', pero que se vaya”.
En ese momento, de nuevo, se oyó la característica risa de don Carlos Luis, pero ya no era la risa de antes: era una risa cargada de amargura'
Al final de su relato, con las siguientes palabras resumió su visita al hogar de ancianos:
“Es interesante conocer estas instituciones, este arrabal de senectud, como decía el poeta' Yo fui afortunado; la vida para mí fue benigna; para otros no fue así: en esta sociedad de competencia tan terrible, tan absurda –tan feroz a ratos–, están los desplazados, los que cayeron al mar, y están los que lograron subirse al barquito que les pusieron a la par'”.
Su nueva risa presagió que pronto se apagaría.
El educador nato, egresado de la Escuela Normal de Heredia, miembro de aquella generación de maestros de vocación indiscutible que colocó a Costa Rica entre las naciones mejor educadas del continente, aquel maestro se reconoció, de pronto, víctima de las leyes de pensión –por las que él mismo había luchado en la década de 1940–, leyes que al final lo condenaron antes de tiempo a abandonar el quehacer que tanto amaba... ¡Ironía del destino!
Dicen que, tras publicar su última obra, El libro de Ming , don Carlos Luis se retiró a una habitación de su casa en Barrio México y que a partir de ese instante rehusó ingerir más alimentos sólidos'
El hecho es que, en ese mismo año de 1983, nos abandonó definitivamente.
Nota. Todas las películas citadas se conservan en el Centro Costarricense de Producción Cinematográfica (Centro de Cine) del Ministerio de Cultura, donde los inte-resados pueden solicitarlas.
EL AUTOR ES COSTARRICENSE, PERIODISTA, DIRECTOR Y PRODUCTOR DE CINE.