Un país desordenado y poco seguro; rezagado y “dormido en sus laureles”; crecientemente desigual y decrecientemente solidario; con líderes políticos tolerantes de la corrupción y desvinculados de los intereses mayoritarios; una estructura institucional entrabada, Gobiernos poco eficaces, y una ciudadanía alejada de lo público y centrada en lo personal.
Un país pacífico, desarmado, democrático y respetuoso de los derechos humanos; ejemplo de estabilidad; líder en desarrollo sostenible y políticas ambientales; comprometido con la transparencia y el Estado de derecho; que impulsa una política económica y social responsable y orientada al bienestar general, se comporta como un ciudadano global responsable y desarrolla una política exterior que refleja sus valores y prácticas internas. ¿De qué países hablamos? De uno solo: Costa Rica.
La primera imagen se ha impuesto durante los últimos años en importantes sectores de la población; la segunda se proyecta hacia el mundo, y muchos de sus rasgos aún abonan nuestra identidad. La primera se nutre, sobre todo, de incidencias y coyunturas de la vida pública; la segunda se asienta en las estructuras de nuestra sociedad y nuestra condición nacional.
Percepciones y realidades. Muchos de los factores que alimentan la imagen negativa, esencialmente coyuntural, se reflejan en las encuestas. La más reciente, de Unimer para La Nación, mostró que solo 35% de los ciudadanos dicen estar “muy satisfechos” con el sistema político y 38% dispuestos a apoyarlo. Un 66% consideró que el país va por la dirección equivocada, y 64% que la economía está mal.
Además, varias realidades negativas impulsan esas percepciones. La dispersión política es aguda; los partidos, cada vez más débiles. Los liderazgos políticos, económicos, sociales y académicos son más inmediatistas que visionarios, y dan señales de estancamiento.
La negociación, adopción y cumplimiento de acuerdos políticos son extremadamente difíciles; el reglamento legislativo, disfuncional. El exceso en los controles frena la acción pública, pero, a la vez, hay renuencia a dar mayor autoridad a quienes toman decisiones. Las obras públicas tardan en realizarse; algunas se realizan mal y otras generan escándalos.
Una Sala IV excedida en sus funciones y enfrentada a vacíos en otros poderes ha invadido las jurisdicciones legislativa y administrativa.
Los frutos del progreso (que es real) se han distribuido de manera desigual. La pobreza está estancada. Múltiples leyes reafirman y codifican derechos, pero carecemos de recursos para garantizarlos en la práctica. El resultado es la frustración.
La mayoría de los comentarios en las redes sociales y medios de comunicación son cada vez más emotivos, repetitivos, simplistas y virulentos. Algo similar ocurre con el debate político y los relatos informativos que reconstruyen la realidad. Curiosamente, la percepción de los ciudadanos es mucho más positiva sobre su situación personal. La misma encuesta de Unimer detectó que el 71% de ticos reconoce tener más oportunidades que sus padres; el 60,5% dice que su calidad de vida ha avanzado, y el 68% que sus hijos vivirán mejor. Además, según el Censo de 2011, los hogares incapaces de solventar al menos una necesidad básica bajaron de 36% en 2000 a 24% en 2011.
El ancla positiva. A pesar de los impulsos pesimistas, la imagen positiva mantiene un profundo anclaje en nuestra identidad; también, en realidades de la política, la economía, la sociedad, la cultura y la vida cotidiana. Además, es la que nos define ante el mundo y se ve constantemente reforzada por informes de prestigiosas entidades internacionales. Algunos ejemplos de este año:
Por segunda vez consecutiva, la New Economics Foundation, del Reino Unido, otorgó a Costa Rica el primer lugar en su “índice de felicidad planetaria”. El Informe sobre la felicidad mundial, divulgado en abril por la Universidad de Columbia, en Nueva York, la Universidad de la Columbia Británica (Canadá) y la Escuela de Economía de Londres, reveló que Costa Rica ocupa el duódecimo lugar en el promedio de bienestar mundial y el primero en satisfacción.
El mes pasado, la Fundación Konrad Adenauer nos clasificó como el país con mayor desarrollo democrático de América Latina.
En el informe de Transparencia Internacional fuimos calificados como el tercer país latinoamericano menos corrupto. En el “índice de desempeño ambiental” de las universidades de Yale y Columbia, obtuvimos la quinta calificación más alta del mundo.
El Foro Económico Mundial nos ubicó en el quinto lugar latinoamericano en el índice de competitividad global y en el número 53 del mundo, y tenemos el primero de Latinoamérica en la “Clasificación mundial de la libertad de prensa” que publica Reporteros Sin Fronteras.
A los resultados de estos estudios, se agregan realidades positivas específicas y tangibles: Nuestra solidez institucional ha logrado pasar múltiples pruebas. Es motivo de orgullo nacional y engranaje que sustenta nuestra convivencia.
La economía se ha modernizado, diversificado y dinamizado. Hemos mantenido un crecimiento razonable a pesar de la crisis financiera internacional y de nuestra carencia de recursos naturales extractivos.
Seguimos generando empleos de calidad. La inflación ha dejado de ser un problema (al menos por ahora) y nos destacamos en Latinoamérica por nuestro emprendedurismo e innovación.
Ha aumentado la inversión en educación, mejorado (lentamente) su calidad y disminuido la deserción. Se ha conjurado la peor parte de la crisis en el sistema de seguridad social y contamos con uno de los sistemas de pensiones más sólidos y extendidos del hemisferio. Los ciudadanos tenemos fácil acceso a los mecanismos de control, denuncias y ejercicio de la justicia.
El índice de homicidios ha disminuido. Todo lo anterior alimenta las mejores percepciones personales; también los índices de bienestar y, por supuesto, impulsa la imagen estructural positiva.
Doble discrepancia. Estamos, así, ante dos discrepancias perceptivas. Una es entre las visiones muy positivas del país que prevalecen en el mundo y las negativas que comparten sectores muy amplios de la población; otra, entre las percepciones sobre las coyunturas nacionales y nuestra situación personal.
¿Por qué estas diferencias? Quizá porque la distancia larga nos focaliza en las grandes tendencias y las anclas cognoscitivas más sólidas, casi todas positivas, y porque la situación personal la conocemos de manera directa, mediante experiencias razonablemente positivas y optimistas. La imagen de lo nacional y lo público, en cambio, proviene de muy pocas experiencias directas ( la platina , por ejemplo) y de muchas imágenes elaboradas por otros, sean medios de comunicación, dirigentes políticos o redes sociales. Y en esta esfera predominan las versiones negativas.
Estas observaciones, sin embargo, no aclaran plenamente por qué nuestra imagen internacional es tan positiva. Para explicarlo existen numerosos elementos adicionales.
Qué ve el mundo. El mundo nos compara con otros países de nuestra región y aquellos “en desarrollo”, y el balance es en extremo positivo. Los ticos nos comparamos con imágenes idealizadas –y a menudo inexactas– del pasado, o con muy elevadas aspiraciones sobre el presente.
El mundo se fija en los resultados, la orientación de las políticas públicas y de las grandes tendencias nacionales. Los ticos estamos sumergidos en los procesos, entendidos como la suma de circunstancias inestables, volátiles y conflictivas. Los resultados generan noticias muy escasas; los procesos –y sus chispazos–, noticias constantes.
Existe una sólida “marca país” (paz, democracia, estabilidad, conservación ambiental), desde la cual los extranjeros abordan otras realidades nacionales. Quienes visitan el país ven esa imagen generalmente reflejada en sus experiencias.
Cuando los ticos viajamos, tendemos a fijarnos –no siempre con precisión– en lo que otros hacen mejor que nosotros.
El mundo percibe una política exterior consecuente con nuestra imagen; sin embargo, el interés nacional por nuestra proyección externa es casi nulo.
Si estuviera más desarrollado, habría plena conciencia sobre logros como estos:
Nuestro liderazgo para crear el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, en 1993; para impulsar el Tratado sobre el Comercio de Armas (aún pendiente) y proponer una convención modelo sobre armas nucleares.
La elección al Consejo de Derechos Humanos en mayo de 2010; la presidencia del grupo Forest 11, que coordina a 14 países con bosques tropicales en tres continentes; nuestra destacada labor en el Consejo de Seguridad (2008-2009); el apoyo constante a la Corte Penal Internacional, y nuestro eficaz liderazgo en derechos humanos, Estado de derecho, desarme y desarrollo sostenible.
También sobresalen, particularmente, las mujeres costarricenses que se desempeñan con gran éxito en cargos multilaterales de alto rango.
Elizabeth Odio acaba de concluir su mandato como jueza de la Corte Penal Internacional. Rebeca Grynspan es la segunda persona en rango del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Christiana Figueres funge como secretaria ejecutiva de la Convención de Cambio Climático; Gioconda Ubeda, como secretaria general del Organismo para la Proscripción de Armas Nucleares en América Latina y el Caribe. Laura Thompson es subdirectora general de la Organización Internacional de Migraciones. Sonia Picado preside el Consejo Consultivo de Seguridad Humana de la ONU.
Realidad y razón. Más que un adorno, la buena imagen es una eficaz herramienta política.
Desde el poder inteligente que genera, nos ayuda, entre otras cosas, a promover alianzas, atraer inversiones, aumentar el turismo y acceder a fuentes innovadoras de cooperación internacional.
La imagen negativa distorsiona el debate, paraliza las decisiones y erosiona las bases de nuestro “contrato” social. Pero también puede ser acicate para el cambio
¿Cuál será la real? Probablemente ninguna, y quizá ambas.
Nuestra realidad es positiva en muchos ámbitos y generadora de gran potencial.
A la vez, enfrentamos serios desafíos: de legitimidad, gestión, gobernanza y visión.
Ante esto, se impone abandonar tanto los simplismos de las visiones idílicas como la destructividad de los discursos simplistas, y centrarnos en construir un mejor país desde las sólidas bases que tenemos y los valores que compartimos, pero con plena conciencia de los problemas que debemos superar para alcanzar el éxito.
En mucho ayudaría si todos, pero especialmente quienes participan en el debate público, desarrollamos un sentido más depurado del contexto; somos más razonables en nuestras posiciones; seleccionamos con mayor rigor las fuentes y mediadores que nutren nuestras visiones; entendemos y explicamos mejor la realidad; nos abrimos más al mundo; suspendemos las suspicacias y mezquindades, y generamos espacios a la comprensión y el acuerdo.
Ni el mito ni la destructividad. Desarrollemos un realismo creativo asentado en los hechos, impulsado por la razón y centrado en el bienestar.