Sinceridad y verdad en alguna forma se relacionan como conceptos, si bien son dos cosas diferentes. En nuestra lengua la palabra sinceridad se refiere a un modo de comportarse, a aquel que evade el fingimiento y la mentira para obtener sus fines. Mientras que el término verdad da cuenta de un concepto mucho más ambiguo y discutido, porque encierra la pretensión de un conocimiento más bien estable (aunque no inmutable) y que describe lo que las cosas son (en particular las explicaciones fenomenológicas), o porque se pretende hacer referencia un modo de concebir el sentido de la vida que es más auténtico que otros (¿universal, trascendente, válido racionalmente?). De la distinción de estas dos palabras se deriva, por tanto, que no siempre una persona sincera es portadora de la verdad; o que una persona cuyo razonamiento es veraz o válido, de por sí sea sincera.
Fingir, por otra parte, ha comenzado a ser un recurso político omnipresente. En primer lugar, porque en nuestra sociedad se da como un hecho que se debe mantener una buena imagen pública a toda costa. Es posible que este axioma lo hayamos heredado de la experiencia que la empresa publicitaria ha podido adquirir en el rápido desarrollo de los medios de comunicación de masas. Gracias a la publicidad y a los estudios de comportamiento de los consumidores, hemos llegado a entender que los seres humanos somos muy volubles, que no necesariamente somos fieles a una ideología y que nos movemos más por los afectos, por la imagen proyectada y por la intuición. La crítica estrictamente racional siempre ha sido patrimonio de un pequeño grupo que en el sistema democrático no necesariamente ostenta el primado en la construcción de la opinión pública o tiene la voz más influyente. Por ello, fingir como recurso político se ha vuelto una cuestión de principio: hay que mantener una imagen coherente para que sea aceptable ante aquellos que nos ven, oyen o leen en el mundo de la comunicación digital. Pero hay que acotar que la imagen pública que se proyecta puede cambiar dependiendo de la ocasión (se trata de una especie de teatralidad oportunista e interesada), porque no se trata de ser coherente con ella a nivel personal, sino usarla para lograr un efecto en los demás.
La sinceridad es algo muy distinto del fingimiento, es su opuesto y su reacción antagónica. Claro, no toda reacción sincera es aceptada por la opinión pública, ni tampoco toda es rechazada. La apuesta por la sinceridad consiste en el mostrarse, en quedar al descubierto y esperar la decisión del otro. No hay cálculos, ni planes segundos, solo la realidad (¿es esta una debilidad o una fortaleza?) de la propia decisión, convicción o pensamiento. Cuando la sinceridad es la opción de una de las partes en el diálogo, se espera la reciprocidad en las actitudes de las otras partes. Claro está, eso no siempre ocurre, porque se puede optar por la mentira o por el fingimiento, o bien por las verdades a medias porque resultan más ventajosas. Nos adentramos, entonces, en el campo de lo que impulsa la manifestación personal en el ámbito público (es decir, lo que decimos, dejamos de decir o rechazamos decir frente a otro u otros en una determinada circunstancia). Y ni qué decir cuando se usa la sinceridad ajena para destruir la imagen pública o grupal de nuestros interlocutores, aquí el fingimiento, la mentira y la manipulación pueden adquirir dimensiones épicas en el dramatismo de aquellos que quieren salir airosos a toda costa en la lucha de poder y de influencia.
Los fines que pretendemos, las motivaciones que nos caracterizan y los objetivos que perseguimos están a la base de la opción retórica que preferimos en el acto comunicativo. Pero eso no quiere decir que cualquier opción (sinceridad, mentira, fingimiento) manifiesten de igual manera sus intenciones. La sinceridad se diferencia porque en ella no hay doblez entre lo que se dice y lo que se busca. Pero, por otro lado, que dos personas sean sinceras no se implica de ello una carencia de conflicto en sus relaciones. La razón es simple, la sinceridad por sí misma no lleva a la paz, sino está acompañada por la profunda humildad de reconocer que la verdad, como construcción mental y opción pragmática, se van haciendo en la interrelación humana. Este es el nudo gordiano de toda la cuestión. La sinceridad vive, se mantiene y existe como instrumento de paz solo en la medida en que la mente no se encierra en las coordenadas obtusas de la pretensión de poseer toda la verdad. Si una persona es sincera pero intolerante, puede terminar siendo un déspota o un tirano que usa el recurso a la ética como herramienta de coacción.
Cuando hablamos de verdad necesariamente nos remitimos a la capacidad inquisitiva del ser humano, a su innata curiosidad por entender el mundo y entenderse a sí mismo. Hablamos, entonces, de experiencia, de racionalidad; pero también de sabiduría, de voluntad, de cambio, de reestructuración, de paradigmas conceptuales, de ideologías y de la superación evolutiva de todo lo anterior. Hablamos de amor, de vida, de esperanza, desilusión, frustración y de muerte; de experiencia personal y de historias de vida ajenas. El que es sincero consigo mismo y con los demás no está al margen de esa gran diversidad que constituye lo que llamamos verdad: se construye desde ella y se remite siempre a ella. Sin embargo, por la vastedad de la verdad, una persona sincera nunca se puede considerar el garante de la total objetividad y moralidad.
Relacionar conceptualmente política y verdad resulta algo impropio, porque la interrelación es la que dinamiza la búsqueda de la verdad y la orienta, haciendo que el ser humano se sienta siempre llamado a hacer nuevas preguntas que nos desafíen a encontrar nuevos y mejores medios para la comprensión del mundo y de nosotros mismos. Si la política es la base sobre la cual se intenta orientar la interrelación humana, siempre estará abierta a los desarrollos intelectivos de las personas. Pero, en cambio, es estrictamente propio hablar de la relación entre política y sinceridad. No hay duda que esta relación es medular en aquello que llamamos diálogo, progreso, desarrollo, preocupación por la sociedad, compromiso por lo público. No es de extrañar que tanta crisis en nuestro mundo occidental tenga que ver con una cada vez más carente falta de sinceridad. El mundo actual se mueve por dobles intenciones, por cálculos políticos que tienen su eje motor en el fingimiento y la mentira. La mayoría de la población lo sabe o lo intuye, por eso se ha vuelto indiferente ante los discursos, las ideologías que lo explican todo, o ante los grandes proyectos redentores. Ahora se vota por la imagen, la sonrisa, el abrazo calculado y las palabras que quieren ser oídas, aunque no necesariamente creídas; y todo por la conveniencia inmediata.
Sin sinceridad, empero, no hay democracia, solo utilización y manipulación; en otras palabras, hipocresía. Sin sinceridad, no hay búsqueda de la verdad, solo su falsificación en la simulación. No puede haber diálogo en el fingimiento, solo interpretación de intenciones segundas y, por consiguiente, se formulan exigencias irrestrictas por las partes en cualquier tipo de negociación (es decir, compra-venta de favores a cambio de un canje político), aunque todo sea en nombre de la “verdad”.
Sin sinceridad no hay verdadero ámbito público, sino intereses egoístas encontrados que encuentran un pretendido estado de equilibrio en el “ceder” recíproco (con la pretensión de obtener el voto de alguna minoría, de un grupo de presión o de un sector social importante) para obtener lo que verdaderamente se quiere, si bien no se publicita; sin una actitud de honesta de apertura mental, de escucha atenta de la opinión ajena, de ponderación crítica de los propios presupuestos ante las objeciones y de un espíritu humilde que reconozca su limitación para poseer la verdad, el ideal democrático se resquebraja en la corrupción. En fin, sin sinceridad no hay posibilidad de lo político.