En nuestros años de escuela secundaria, los profesores nos hablaron de la célula. Si les hubiéramos puesto más atención, a lo mejor hoy tendríamos una mejor aproximación a la comprensión de temas fascinantes de la Biología como, por ejemplo, la cuestión de las muy mentadas células madre.
El italiano Felice Fontana descubrió en 1781 que las células tienen un núcleo. Esto ocurrió en los años en que en Costa Rica se fundó Alajuela. Las limitaciones tecnológicas de la época y el hecho de que las técnicas para teñir o colorear las células arrancaron después hacia 1850, no permitieron a Fontana sospechar siquiera que en aquellos núcleos se escondían, milagrosamente, cantidades portentosas de información.
Cromosomas y herencia. Los biólogos observaron en los núcleos unas estructuras parecidas a hilos o a bastoncitos que llamaron cromosomas. Los núcleos de todas las células de un determinado ser viviente tienen el mismo número de cromosomas. Los pececitos de pecera tiene células de 94 cromosomas; el mosquito tiene 6; el perro, 78; un repollo tiene 18.
Todos los seres humanos, los suecos, los pigmeos, los diputados, etc., tienen 46 cromosomas. Hay una excepción: debemos tener presente que los espermatozoides de un caballero tienen solamente la mitad de esos 46, o sea, 23. Y que los óvulos provenientes de una dama que se respete también tienen solamente 23 cromosomas.
Ahora, un asunto importantísimo: ¿cómo es que los niños heredan rasgos de la madre y también rasgos del padre? Fue el estadounidense W.S. Sutton quien señaló, en el año 1902, un año antes del primer vuelo en avión de los hermanos Wright, que los cromosomas controlaban la herencia de los caracteres físicos.
Biología censurada. Mis profesores nos dieron excelentes lecciones acerca de cómo, en el interior del útero, o en sus alrededores, un óvulo, aportado amorosamente por la mamá, se unía con un espermatozoide entregado fogosamente por el papá.
Por cierto, todos ellos evitaron cuidadosamente explicarnos de qué manera se las arreglaba el travieso espermatozoide para viajar tales distancias y desembarcar con toda precisión en ese lugar oscuro y cálido donde habitan los óvulos. Pues resulta que, al unirse la célula de su papá con la de su mamá se formó la primera célula completa de usted, estimado(a) lector(a) con sus 46 cromosomas, que se llama cigoto. Veintitrés cromosomas traían información sobre rasgos físicos del papá, como su pelo negro, como su voz de barítono, como su intolerancia a la lactosa, etc., y los 23 cromosomas de la mamá traían información sobre los rasgos de ella como su estatura menuda, su lunar aquí, sus dientes perfectos, etc.
El embrión. Pues bien, la primera célula completa de mi paciente lector(a), su cigoto, se dividió en 2 células idénticas, siendo cada una copia fiel de cigoto original, cada una con sus 46 cromosomas. Las dos nuevas células se mantuvieron juntas, mucho ojo a la palabra “juntas”, y se dividieron cada una en dos y ahora tenemos 4. Luego tendremos 8, 16, 32, 64, etc., células, porque cada nueva célula se subdivide en otras dos igualitas.
Esta sucesión de números, que los matemáticos llaman cariñosamente “una progresión geométrica de razón 2”, crece a velocidad vertiginosa. Observemos que su quinto término es 16; que su decimoquinto término es mayor que diez mil, su término número veintiuno ya es mayor que un millón, ¡y su término 28 es superior a los ciento treinta millones!
Al comienzo del proceso, este conjunto de células sin especialización, todas iguales, constituye el embrión. Estas son las llamadas “células madre”. Más tarde, dichas células madre se especializarán, convirtiéndose algunas en células del hígado, otras en células de los nervios, otras en células musculares, etc. Todas las células estarán especializadas. El embrión está ahora por convertirse en un feto.
Células madre. Volvamos a los embriones y pensemos en animales usados en experimentación biológica como ranas, ratas, conejos, etc. En una etapa temprana, el investigador puede tomar unas cuantas células del embrión y trasladarlas a otra parte del mismo embrión. Nada pasa. De ese embrión provendrá un animal completo y sano.
Pero si el experimentador deja pasar unos días y repite el experimento tomando células de un lugar del embrión para colocarlas en otro lugar, ocurrirán sorpresas como, por ejemplo, una ranita con un ojo en la espalda o con una pata saliéndole de su cabeza. Esto significa que, esta vez, las células que fueron trasladadas estaban muy cerca de convertirse en células diferenciadas. Dicho de otro modo, ya no eran células madre y la maravilla de la especialización celular estaba cerca.