El reciente fallecimiento de Rodolfo Cerdas, uno de los ensayistas políticos más brillantes de las últimas décadas, me hace reflexionar sobre la contradictoria relación entre los intelectuales y la política en Costa Rica. Nuestro país debe ser el lugar en el mundo con más investigaciones, estudios, observatorios y simposios sobre la realidad social, pero también el sitio donde es mayor la brecha entre la calidad del diagnóstico y la mediocridad de los resultados, entre la percepción científica de los problemas y la capacidad de modificarlos (eso que antes se llamaba voluntad política, y que ya no es ni voluntad ni política).
El país de los diagnósticos no se corresponde con el de las soluciones porque muchos de estos estudios, a pesar de su indudable calidad técnica, no se confrontan entre sí, no se incorporan a tiempo a la agenda nacional y no son tomados en cuenta por los actores directos. Es preocupante la tendencia a compartimentar el conocimiento en circuitos especializados y a no intervenir en un espacio público abierto.
Me resisto a creer lo que le dijo un amigo a Ricardo Fernández Guardia en 1926: “En Costa Rica casi nadie lee, y los pocos que se toman el trabajo de hacerlo, o no se enteran de lo que leen, o al día siguiente olvidan lo que han leído”. Cerdas formó parte de una primera generación de politólogos, junto a Samuel Stone y Rodrigo Madrigal Montealegre, entre otros, que desentrañó las grandes estructuras del poder. Como intelectual, asumió su doble condición de paria, lo cual es una buena definición del intelectual en la política. Ni con Dios ni con el diablo.
Fue un traidor para la izquierda tradicional y un advenedizo para la derecha, aunque su sutil inteligencia lo convirtió en lectura obligatoria para unos y otros (creo que más para los políticos neoliberales que supieron leer la letra menuda de la democracia costarricense en el último cuarto de siglo).
Cerdas fue uno de los primeros en argumentar que ya no existe una clase gobernante detentora del poder político, ideológico, económico y social, sino una fragmentación de grupos de interés, en detrimento de un proyecto nacional, que incide en un ambiente intelectualmente pobre. Y esta circunstancia es visible en dos aspectos: 1. El abandono del Estado y de sus instituciones (la clase gobernante descuidó el ejercicio del poder y se volvió incapaz de gobernar con eficiencia); y 2. La imposibilidad de abordar los problemas nacionales desde bases comunes, a partir de un contrato previo aceptado por todas las partes (que es lo que, en democracia, llamamos representación).
No creo que vivamos un período ingobernable, pero sí limitadamente gobernado. Con ironía deberíamos preguntarnos si es necesario elevar a norma constitucional la cantidad de veces en que un ministro de Hacienda puede fracasar en un nuevo plan fiscal.
Intelectuales y políticos. Hace 25 años escuché al entonces diputado Jorge Luis Villanueva Badilla burlarse de las “reunioncitas” en casa de Carlos Monge Alfaro, en la década de 1950. El historiador y futuro rector de la Universidad de Costa Rica se había empeñado en promover la formación ideológica del naciente Liberación Nacional. Para Villanueva, la política no tenía nada que ver con el pensamiento sino con la acción. En la actualidad, en que no tenemos ni muchas ideas ni demasiada acción –que funcione, al menos–, nadie se atrevería a contradecirlo, aunque muchos diputados y ministros sean politólogos.
La antigua clase política nunca escondió su sesgo antiintelectual y la mentalidad fisiocrática y mercantilista de la que surgió, sobre la cual se forjó la oligarquía cafetalera y el Estado nacional. Y no hay que olvidar que el país careció de educación superior durante más de medio siglo. Como decía Rubén Darío: en Costa Rica, en vez de poesía, se cultiva café.
Hasta el visionario José Figueres de “¿Para qué tractores sin violines?” desdeñó a Rafael “Felo” García y a un grupo de innovadores arquitectos y urbanistas que durante su última presidencia (1970-1974) le ofrecieron el plan de un gran San José que limitara el caos urbano que se avecinaba.
Desgraciadamente, los huecos en las calles, las pretinas y las carreteras no se rellenan con concreto sino con buenas ideas. ¿Cómo sería Costa Rica sin esas “reunioncitas”? ¿Qué seríamos sin pensadores como Rodrigo Facio, fallecido en 1961, aunque no haya sido presidente? En esta perspectiva se comprende la razón por la que el primer Daniel Oduber, candidato fallido en 1966, disfrazó su inteligencia demasiado brillante bajo el maquiavelismo y las camisetas y cascos verdes regalados por Venezuela, en 1974. O por qué Alfonso Carro, fundador del Instituto Nacional de Aprendizaje (INA), quien desde hace 40 años previó que el problema del desarrollo era la educación, no quiso ascender más en la “trituradora de carne” en que se convirtió Liberación Nacional.
La política sin política. Hablar en el siglo XXI de formación ideológica en un partido político (añadir risas al fondo) me recuerda la manera en que el canal de cable TCM anuncia la reposición del programa La casa de la pradera: “una serie que ahora parece de ciencia ficción”. En las últimas décadas solo recuerdo dos proyectos de gran envergadura intelectual y trascendencia nacional: el ‘plan de paz’ del primer Óscar Arias (con un equipo formado por Rodrigo Madrigal Nieto, John Biehl y Luis Guillermo Solís, entre otros) y la reforma económica de Eduardo Lizano –analizada y discutida con lucidez por él mismo–.
Para bien y para mal, Luis Alberto Monge fue el último líder histórico de su partido en asumir la presidencia, en 1982. A partir de ahí, ¿de qué Liberación Nacional puede hablarse? ¿Del arismo, de la tecnocracia figuerista, ahora parcialmente en el poder, del regreso de la política caudillista?
El fin del bipartidismo, que se manifestó en la segunda ronda electoral del 2002, no es sino la recomposición de la clase política y la búsqueda de nuevas formas de organización y participación, sean partidarias o no. Los partidos políticos actuales ya no parecen necesarios para la política. Los gobiernos de Abel Pacheco, Óscar Arias, en su segundo periodo, y Laura Chinchilla no respondieron tanto a una continuidad ideológico-partidaria como a una solución electoral, más o menos exitosa. Esto explica el limbo político en el que cayeron Pacheco y Chinchilla, muy limitados en su gestión gubernamental, y el desfase actual entre el Gobierno, la Asamblea Legislativa, la base de apoyo social y un partido ajeno a la iniciativa gubernamental.
Por supuesto, la sensación de que cada fuerza tira por su lado, sin resolver los problemas, lesiona la credibilidad democrática, pero es el resultado del debilitamiento institucional y de la fragmentación política. Para modificar esta “infragobernabilidad”, los poderosos sectores económicos que financian las campañas políticas y los grupos de interés deben supeditarse de nuevo a un proyecto nacional legítimo.
Nunca antes, en la historia costarricense, los Gobiernos han tenido tanta información para gobernar y parece más difícil hacerlo. Contamos con los mejores recursos humanos, aunque muchos de ellos no se encuentran en el Estado, pero se ensancha la brecha entre lo posible y lo deseable. Por lo tanto, los nuevos grupos políticos deben reaprender, en conjunto con la sociedad, el arte de la gobernanza –del buen gobierno– y recuperar la visión de una democracia participativa.
Todo esto fue advertido por Cerdas en sus lúcidos análisis, y sigo pensando que la acción política, desvinculada de un ejercicio intelectual crítico, es tan inútil como una rejilla de acero sin cemento en un puente roto.