La justicia francesa ha condenado al expresidente Jacques Chirac por corrupción, porque “no cumplió la obligación de integridad”. Es decir, la de ser honrado, recto y probo; por no haber gobernado con entereza y cabalidad. Todo referido a cuestiones de dinero: dio destino ilegal a fondos públicos, abusando del poder.
Es buena esta dimensión reciente de la democracia moderna, al procesar a quienes no cumplen con su obligación de integridad, incumplimiento que no es nuevo, pero sí la actitud del juez, que antes permitió la impunidad y ahora está decidido a condenar a quienes delinquen en sus labores gubernamentales.
Esta bien, muy bien; pero aún falta.
El gobernante debe respetar, además, el compromiso sagrado de cumplir con el mandato legal y el juramento constitucional.
Los funcionarios públicos están obligados a observar y defender la Constitución y las leyes de la República y a cumplir fielmente sus deberes, bajo la fe del juramento ante Dios y la Patria.
En nuestro país, defender y observar la constitución y las leyes es gobernar en consecuencia con los objetivos de la democracia, los cuales están incluidos en los capítulos de los Derechos y Garantías Individuales y, sobre todo, en el de Derechos y Garantías Sociales, capítulo este que contiene, entre otros, los siguientes objetivos: adecuado reparto de la riqueza; derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado; el trabajo, como una ocupación honesta y útil que le procure a todos los trabajadores bienestar y existencia digna; salud para todos, escuela para todos, vivienda para todos, y patrimonio familiar del trabajador.
Si el gobernante no cumple con ese compromiso sagrado que selló con su juramento, es decir, si no gobierna democráticamente, debería haber un juez –un Baltasar Garzón– que lo juzgue y condene, porque gobernar democráticamente es también obligación de integridad.