La educación sexual no es un asunto de fe, sino de salud pública y de responsabilidad ciudadana; por tanto, su enseñanza a nivel preuniversitario, que corresponde a las áreas de Ciencias y de Estudios Sociales, no debe ser de carácter optativo.
Ciertamente, la sexualidad humana –cuya historia, en sus líneas principales, también debería ser analizada en las aulas– está asociada con valores de diferente origen histórico; pero es a las familias, y no al Estado, a quienes compete definirlos y enseñarlos. Al final, los jóvenes harán sus propias escogencias, por lo que la política más conveniente es proporcionarles el conocimiento mínimo necesario para que tomen esas decisiones de manera informada.
Al condenar los programas de educación sexual del MEP y al llamar a los padres para que no envíen a sus hijos a esas clases (La Nación, 30/8/2012, p. 10A), las autoridades eclesiásticas han demostrado cuán profundamente arraigadas en el siglo XIX permanecen sus visiones de mundo, y cuán dispuestas están a poner en práctica las mismas estrategias con que se opusieron a la reforma educativa de 1886 y con que trataron de forzar el cierre del Liceo de Heredia en la década de 1900.
Todavía en abril de 1892, el inspector provincial de Heredia, Próspero Pacheco, señalaba: “Con muy serias y graves dificultades he tenido que luchar en estos últimos meses para la nueva organización de las escuelas, debido en muchas partes á la sistemática oposición del clero á la enseñanza laica, pues éste ha puesto en juego toda su influencia para retraer á los padres de familia de enviar a sus hijos a las escuelas públicas”.
Quince años después, en mayo de 1907, el cura de Heredia llamó a los padres de familia a no enviar a sus hijos a ese plantel, con la excusa de que en el Liceo de esa ciudad se enseñaban – en palabras de Roberto Brenes Mesén, director de ese colegio– “doctrinas contrarias al dogma católico” (la teoría de la evolución, principalmente).
Hoy, a más de siglo y cuarto de distancia de la reforma educativa de 1886, las autoridades eclesiásticas vuelven a demostrarle al país que sus intereses específicos están por encima de los intereses de la sociedad costarricense, y que para defenderlos están dispuestas a recurrir, de nuevo, a los mismos procedimientos empleados en el pasado contra los desarrollos educativos que afectaban esos intereses.
Ya es tiempo, si Costa Rica realmente aspira a alcanzar el desarrollo mediante la educación, de poner fin a este capítulo y completar la secularización de la educación costarricense en todos sus niveles.