A unos pocos pasos al sur del parque Morazán, en el todavía interesante y señorial barrio Amón, se encuentra una vieja y bella casa (se cree que fue construida en el año 1896) que alberga la Alianza Francesa, asociación sin fines de lucro y centro de enseñanza y de cultura para todos los costarricenses.
“L'Alliance Francaise” fue creada en París el 21 de julio de 1883 por un grupo de intelectuales franceses, entre los cuales estaban el científico Louis Pasteur y los escritores Julio Verne y Ernest Renán. Desde entonces ha crecido como un árbol en tierra fértil y en la actualidad cuenta con 1.040 sedes en 136 países, todos con la misión de enseñar y propagar el idioma y la cultura francesa, siempre sin ánimo de lucro.
Mi primer contacto con esta institución se produjo en forma fortuita. Cuando mi hija Eugenia cumplió 15 años, pensamos celebrar el evento, no con una frívola fiesta en algún club social, sino más bien con un viaje cultural. Supe que el Director de la “Alianza” de entonces, M. Liquière, estaba preparando un viaje a Francia y que, para reducir los costos, aceptaba viajeros interesados en la cultura francesa, aunque no fueran alumnos de la institución.
Yo había ya tenido contacto con esa lengua ya que en el Liceo de Costa Rica recibía lecciones con León Pacheco, un hombre culto quien, además de enseñar el idioma, nos dirigía, como un piloto avezado, por el extraño y bello mundo de la literatura. Cuando viajé a Nueva York a estudiar en la Universidad de Columbia, me indicaron que era un requisito estudiar un idioma extranjero y prácticamente todos los estudiantes de América Latina o de España escogían el español para ganar esta asignatura sin hacer el menor esfuerzo. Yo preferí usar el tiempo estudiando francés, tanto en la Universidad como en la Alianza Francesa neoyorquina.
Durante el viaje, que abarcó París, el Valle del Loire y muchas iglesias y castillos, tuve la agradable sorpresa de saber que podía comunicarme, aunque fuera con cierta dificultad, con cuanto francés me encontraba en el camino. Al regresar me matriculé en la Alianza en un nivel intermedio y avancé hasta terminar todos los cursos.
Durante este período disfruté de la amistad de varios directores, en especial Loic Fravalo, quien siempre estaba dispuesto, después de las lecciones, a visitar, con algunos alumnos, alguna taberna o restaurante que no fuera caro, y ahí continuar alguna discusión literaria o cultural, y el único requisito era que la conversación tenía que ser en francés.
También disfruté de la amistad del director Guy Lacroix, experto en arte y quien fue el que llevó a cabo los trámites para la compra de la vieja casa que alquilaban.
Mundo cultural. En la “Alianza” no solo se aprende un idioma, sino que uno es parte de un gran mundo cultural. Se hacen exhibiciones de obras de arte y todos los viernes se proyecta una película de alta calidad con títulos en español. Todos los eventos son gratuitos y cualquiera puede asistir, aunque no sea estudiante.
Cuando se aprende un idioma, se amplía el horizonte, se abre un mundo nuevo, extraño, tal vez exótico, pero siempre interesante. En las nuevas palabras existe toda una tradición, una cultura, un legado que pasa, poco a poco, a ser nuestro. Pero no es suficiente aprender una lengua, hay que practicarla.
Hubo un tiempo, muy lejano, en que hablaba portugués, ya que llevé a cabo estudios universitarios en Brasil, pero, aunque todavía lo entiendo, ya no puedo hablarlo. Tengo la fortuna de recibir todos los miércoles a Corina, quien me cuenta sus sueños y sus proyectos en italiano. Los viernes es el turno de Sophie, con quien entro en el mundo literario francés, y el sábado llega Jimy, con quien converso en chino (cantonés).
Sería conveniente que todos los colegios, públicos o privados, proporcionen todos los medios para que todos los estudiantes aprendan más de un idioma. Mientras tanto, recomiendo a mis fieles lectores que se acerquen a una casa vieja y hermosa en una esquina del barrio Amón, en la cual, sin ánimo de lucro, se enseña y se disfruta de la cultura y el idioma francés.