En un ángulo perdido de su libro El príncipe (cap. VI), como andando sobre hogueras, Niccolò Machiavelli alude a Girolamo Savonarola. Los unió una hermosa ciudad, la vida y la muerte. Maquiavelo nació en Florencia, y Savonarola murió allí, ahorcado. El joven Nicolás vio la ascensión y la caída del monje fanático, y sobre él escribió también una carta en 1498.
Con golpes de suerte, Savonarola dominó la ciudad florentina e impuso “un régimen policíaco de absoluta intolerancia” (1494-1498), según el historiador francés Jacques Robichon ( Historias verídicas , II); es decir, un régimen de miedo y tristeza, que son los dos productos notables de los fanatismos.
Florencia había sido antes el teatro de la fiesta ilustrada y disoluta de los Medici, pero, al morir Lorenzo de Medici, la suerte de la urbe florida había saltado en el aire como una moneda y había caído dando la cara contraria.
Tres años después, el papa español Alejandro Borja excomulgó a Savonarola y sus enemigos lo derrocaron y ejecutaron en 1498, y su cadáver se quemó en una hoguera.
En el ápice de su poder, Savonarola confundió la fe con el fanatismo, que solo comparten la primera letra. Creó las “hogueras de las vanidades”, donde hacía quemar ropas lujosas y cuadros, y libros de la Antigüedad, de Bocaccio y Petrarca, entre otros que han ido sobre el fuego hacia la eternidad del arte.
Más de cien años después, Miguel de Cervantes montó una escena entre las líneas de Don Quijote (I, 6). El cura y el barbero del pueblo, la sobrina y el ama de don Alonso Quijano, examinan la enloquecedora biblioteca del hidalgo, bullente de libros de caballería.
Tales amigos separan las obras en infierno, purgatorio y paraíso: las condenadas al fuego, las toleradas y las admirables; mas es inútil pues el demente persiste en su manía. Ocultan entonces los libros, y don Quijote achaca esta ausencia al brujo Fristón, “patrón de los ladrones de bibliotecas”, según Alfonso Reyes ( El cazador , III).
Los libros de Bocaccio y Petrarca han sobrevivido; no perviven algunos que los cuatro amigos perdonaron. La hoguera de las vanidades es otra vanidad, inútil. Como enseñó Borges, las mejores antologías las reúne el tiempo –no el fuego–.