Hedda Hopper ca. 1925 --- The American actress and gossip columnist Hedda Hopper (1890-1966). --- Image by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS
Pionera del chisme chusma; su lengua fue un pantano de estiércol donde naufragaron miles de honras ajenas, ahogadas en la baba pegajosa y negra que escupía aquella boquita de flor.
Como buena hija de un carnicero, despellejó, destripó, trinchó, desmenuzó, despanzurró y desangró a las figuras más relevantes de la fauna cinematográfica, a los que acosó con la fiereza de un mastín inglés y engulló con el deleite de una boa constrictor.
Hedda Hopper no descubrió la pólvora del periodismo chismoso, pero sus columnas en el matutino Los Angeles Times , detonaron la vida privada de personalidades tan rutilantes como Orson Welles o Charlie Chaplin, a quienes arrastró hasta la picota de la prensa. A “Charlot” lo exhibió como un mentecato y a Welles como un menguado.
Desde que en 1938 comenzó a emborronar cuartillas faranduleras, hasta que murió el primero de febrero de 1966 –de una neumonía–, disputó la corona de “Reina de Hollywood” con su enconada rival Louella Parsons, dos serpientes periodísticas contratadas por el magnate William Randolph Hearst.
Con el dinero que ganó con sus mendacidades compró una residencia en Beverly Hills, y grabó en la entrada esta frase: “La casa que edificó el miedo”.
Y como no hay peor cuña que la del mismo palo, Hopper empezó bajo las faldas de Parsons, como aprendiz de bruja para espiar a las luminarias del cine. Llegó a ser más sádica que su mentora y Hearst las enfrentó, para que se agarraran del moño, un día sí y otro también.
Se odiaban hasta el tuétano, cuenta Rafael Dalmau en Los pecados del cine , y cuando una ensalzaba un actor la otra lo defenestraba; pero la red de soplones de ambas era envidiada por el FBI y la CIA.
Hedda tenía tres fuentes invaluables: Joseph McCarthy, senador anticomunista y líder del Comité de Actividades Antiamericanas; el otro, Ronald Reagan, en los años 50 Presidente del Gremio de Intérpretes a falta de talento artístico. El último era J. Edgar Hoover, santo patrono del FBI.
Como una nube negra, Hopper aparecía en cualquier escenario de filmación y alteraba el ánimo de directores, actores, actrices y hasta utileros, quienes le rendían pleitesía antes de que los metiera a la máquina de moler carne.
La verdad era que los estudios de cine armaban auténticas “novelas” en torno a sus figuras, para lanzar leños a la hoguera de las vanidades de Hollywood e incrementar las fantasías del público, que seguía los devaneos de sus ídolos; estos mismos pagaban por salir en las columnas de Hopper y Parsons.
Es así como surge el concepto de “jet-set ”–a fines de los años 30 y 40 del siglo XX–, el cual consistía en un juego imaginario en el que los famosos viajaban en un “avión” que en pleno vuelo afrontaba fallas mecánicas y nunca podía aterrizar. Los pasajeros –todos celebridades– eran los más detestados del mundillo farandulesco.
El chisme en los medios de comunicación es viejo. A finales del siglo I a.C, en Roma, había hojas noticiosas que se pegaban en las paredes enfocadas en temas como crímenes y divorcios. En el siglo XVIII, en Francia, la gente intercambiaba en los parques lo que llamaban “ruidos públicos”; en Estados Unidos, en 1690, el periódico Publick Ocurrences tenía una sección de chismes, tal como explica la comunicadora Ivette Soto, en una tesis de maestría sobre la vida privada de las figuras públicas.
Lengua venenosa
Al cabo de 23 años de carrera fílmica, de 1915 a 1938, Hedda actuó en 120 películas sin ir más allá de papeles de figurante sin categoría, razón que la llevó a buscar un empleo más estable.
Sus padres, David y Margaret Furry, eran cuáqueros y regentaban una carnicería en Hollidaysburg, Pennsylvania, donde vino al mundo en 1885 y la llamaron Helda. Apenas era una niña cuando la familia se trasladó a Nueva York y ahí comenzó a cantar en varios coros, con más pena que gloria.
A los 28 años se echó al saco a Dewolf Hopper, el sexagenario dueño de una compañía teatral que le dio un apellido conocido y le permitió viajar por Estados Unidos. En 1916 debutó en el cine mudo con Batalla de corazones ; más tarde Edgar Selwyn la contrató para su obra The country boy.
El matrimonio con Dewolf acabó en 1922 . Cuando su carrera declinó decidió incursionar en el periodismo con una columna de cotilleos sociales llamada ‘Hedda Hopper’s Hollywood’, en Los Angeles Times , en 1938. Un año después arrancó con The Hedda Hopper Show , de la cadena radiofónica CBS y más tarde en la ABC. Pasó a la televisión, con NBC, en un programa de variedades y se mantuvo activa casi hasta el último día de su vida, con seis columnas diarias y una dominical para The Chicago Tribune .
Llegó a ser tan influyente que cuando Marlon Brando renunció al papel de Sinuhé, el egipcio, llamó al director Darryl L. Zanuck para que colocara a su amigo John Cassavetes. Pocos se atrevían a negarle un favor y menos a rebatirla; una vez tildó a John Ford de “irlandés hijo de puta” y este solo atinó a suplicarle que “no fuera redundante.”
Intuyó que la película El ciudadano Kane , era una sátira urdida contra su amo Hearst y su amante Marion Davies; por eso atacó al director Welles hasta que lo obligó a emigrar a Europa.
Con Chaplin tuvo menos piedad; lo acusó de comunista y empuñó su espada moral cuando este dejó embarazada a la núbil Joan Barry, aunque se hizo la desentendida cuando se demostró que era todo era falso.
Otra víctima fue James Dean, del que se burló por homosexual. Hedda le preguntó cómo logró burlar el servicio militar y Dean le contestó: “Le di un beso al médico”.
Hopper escribió Del fondo de mi sombrero ; Toda la verdad y nada más que la verdad , cuyo escandaloso contenido le valió demandas judiciales por $3 millones; en Lo sé de buena tinta relató sus 17 años con la Metro Goldwyn Meyer y los entresijos privados de los primeros años del cine en Estados Unidos.
Aunque fue la tercera de ocho hermanos, ella solo tuvo un hijo: William Hopper. Con un año de edad, el niño debutó en la película de su padre Sunshine Dad , de 1916. Hizo carrera en la televisión en 250 episodios de la serie Perry Mason –de 1957– como el detective privado Paul Drake.
Tinta negra
Hedda era espigada, flacucha pero bien vestida, y hablaba como una tarabilla, sin dar tiempo a que sus víctimas respondieran sus interrogatorios. Se tiñó el pelo de rubio y lucía unos extravagantes sombreros con flores y plumas.
Eso enfurecía a Louella, que vestía hombrunamente y lucía blusas de manga corta para exhibir unos “ratones” enhiestos y unos brazos de camionero.
Mientras la maestra decaía, la discípula ascendía. Sus programas eran el terror de los triunfadores y el dintel de la gloria para los mediocres, que preferían caer en sus fauces a ser ignorados.
Hopper sabía que un chisme hábilmente revelado o un elogio deslizado con discreción adquirían carácter de dogma, y eso le permitía justificar sus gordos estipendios pagados por los estudios, empeñados en afianzar una estrella propia y tirar al piso otra ajena.
En ese charco de alimañas, Hopper, y su rival Parsons, fueron –aunque suene increíble- las sacerdotisas de la moral y guardianas flamígeras del orden social.
En 1947, el congresista J. Parnell Thomas capitaneó una campaña anticomunista y abrió la temporada de cacería en Hollywood, con Hedda como vicepresidenta de la Alianza Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Norteamericanos. El presidente era John Wayne.
La Hopper aprovechó sus vacaciones para recorrer en auto el país y verter su jerigonza en los clubes de señoras, para excitarlas a boicotear aquellas películas en las que actuaban los “rojos”, tal como explica Kenneth Anger en Hollywood Babilonia I .
Aún así, nadie le negaba una invitación a una función privada; su presencia era reclamada en una “premiere”, un matrimonio, un divorcio, un funeral o un cumpleaños. Los transgresores de esa ley eran considerados “venenos de taquilla”.
El culmen de la vanagloria de Hopper se lo dio Billy Wilder, con un discreto papel en la película El crepúsculo de los dioses , donde Hedda se interpretó a sí misma como reportera desde la habitación de Norma Desmond, la alicaída estrella de cine que mató a su amante.
Fiel a su propio genio, en vida fue considerada despreciable, ignorante, inescrupulosa, incapaz de tener una idea bella o un pensamiento elevado; así como capaz de arruinar a quien fuera, con solo escribir una línea. 1