Nadie sabe qué hacer con Joseph Brodsky: poeta apolítico a pesar de su exilio, barroco a pesar de su disciplina clásica, clásico a pesar de sus mentores vanguardistas, fascinado por la civilización cristiana a pesar de ser judío. Sigue relativamente incomprendido por una cultura occidental dispersa, donde la poesía no ocupa el lugar central que él desde siempre le asignó.
Como poeta, Brodsky fue un realista obsesionado con el paisaje y las ruinas de viejas ciudades imperiales esparcidas por el mundo. Es raro ver en sus poemas el egocentrismo y arriesgada subjetividad que exhibe en sus ensayos, tal vez porque en los poemas debía hablar no él, sino el idioma.
Nada es más lejano a su carácter lírico que el tono oracular de sus ancestros literarios. Mientras Mayakovski creía tener la autoridad para que el Sol se detuviera a hablarle, Brodsky renegaba de la pomposidad e insistió en minimizar sus tragedias.
Su poema De Odiseo a Telémaco, escrito meses antes de ser separado definitivamente de su familia en la Unión Soviética, muestra, en clave libresca, ese callado lamento –que no es del todo resignación– del Brodsky padre cuyo único legado para su hijo es la ausencia: “lejos de mí / estarás a salvo de pasiones edípicas, / y tus sueños, mi Telémaco, no tendrán culpa”.
Abandonó la escuela durante su adolescencia y se dedicó a los más variados trabajos, entre ellos el de ayudante en una expedición a las regiones asiáticas de la Unión Soviética en busca de uranio.
Luego le entró el virus de la poesía y se dedicó a traducir cuanta cosa tuvo a su alcance mientras iba escribiendo sus propios versos. Aprendió polaco e inglés; tradujo a John Donne y a Zbigniew Herbert. Incluso llegó a traducir a Góngora con la simple ayuda de un diccionario, un ejercicio cuyo virtuosismo formal es observable luego en poemas suyos como Divertimento mexicano.
Lo demás es lo que lo hizo célebre: condenado a trabajos forzados en la región de Arkángel por “parasitismo social” (es decir, por no tener oficio fijo), donde pasó año y medio; las tensiones con las autoridades soviéticas por su cercanía con ciertas voces independientes como, en particular, la de la poeta Ana Ajmátova; la protesta internacional por el acoso de que era objeto; su expulsión de la Unión Soviética en 1972; su recibimiento en Austria por parte de W. H. Auden; su exilio en los Estados Unidos; su Premio Nobel de Literatura en 1987 y su muerte por complicaciones cardíacas en 1996.
Ahora, solos con sus ensayos y poemas, la perplejidad es la más común de las reacciones que su legado suscita. Aún en vida, Brodsky luchó férreamente contra la dramatización de su vida. Sus entrevistadores frecuentemente le preguntaban sobre el exilio, y Brodsky se esforzaba por minimizar este aspecto.
Aseguraba que lo único que tenían en común la política y la poesía era las letras P y O. También trató de driblar la exigencia de activismo que sus colegas émigrés le imponían: de Solyenitsyn dijo apenas que se sentía honrado de escribir en su misma lengua.
Hoy, su poesía sigue siendo motivo de críticas por el excesivo peso formal que exhibe y al que Brodsky no quiso renunciar ni siquiera en la traducción.
Entre otras cosas, esa fidelidad formal habla de una fidelidad mayor por parte de Brodsky hacia su propia tradición literaria en ruso, una lengua que no desarrolló el verso libre hasta décadas recientes, y en la que el mismo Neruda se vio conminado a ser traducido en estricto metro y rima, lo cual fue “como ponerle un corsé a una boa constrictor”, en las palabras del poeta Robert Hass.
Puesto que su fama dependía irremediablemente de sus traductores (sobre todo al inglés), Brodsky invirtió gran parte de su tiempo trabajando en la traducción de su obra con poetas mayores y traductores sobresalientes, entre ellos Richard Wilbur, Mark Strand y Daniel Weissbort.
A todos, en un momento u otro, los dejó vestidos y alborotados al decidirse a cambiar sustancialmente sus traducciones a favor de cosas que algunos califican de caprichos personales, por lo cual se granjeó cierta fama de insufrible.
Joseph Brodsky no es un poeta fácil de caracterizar. La crítica que ha tratado su poesía es tan variada como las mismas contradicciones del poeta, pero su obra ha quedado como uno de los más lúcidos testimonios del siglo XX, y esto quizá tenga que ver con la manera en que Brodsky resumió muchas de las mayores experiencias históricas de su tiempo: el totalitarismo, el extrañamiento, el exilio, y la irrefrenable volatilidad de la experiencia personal y el tiempo.