Hace poco tiempo, un político que no deseo citar, se quejaba de que el pueblo no le quería hacer caso. Un tiempo atrás, otro político se lamentaba de que la sociedad era ingobernable. Otras personas han atribuido nuestras dificultades para convivir a las instituciones (fragmentación del sistema de partidos, reglamento legislativo archipielaguización institucional).
En lo personal, he pensado que el problema residía en una inadecuación de las instituciones políticas a la dinámica social. Sin embargo, pienso que no se le ha dado suficiente atención al tema cultural, al sistema de creencias, de valores, símbolos y percepciones en torno a la política y a lo político.
Hacerle caso a alguien implica prestarle atención merecida a una persona, obedecer, ser dócil, acceder a lo que alguien solicita.
Obediencia y ciudadanía. La obediencia en materia cívica es signo de inmadurez. La docilidad no rima con ciudadanía. La atención se logra mediante la persuasión no con la imposición.
El mundo vive un despertar político global. El desarrollo de los medios de comunicación y de transporte no solo afecta los flujos financieros y económicos.
La dimensión cultural sufre una revolución. La autoridad paternal aplicada a la política no funciona, la percepción de la desigualdad provoca resentimientos y movilizaciones, el verticalismo del liderazgo político es sustituido por la horizontalidad de la participación.
En ese nuevo mundo, resulta ilusorio pedir que le hagan caso a uno, que le obedezcan. La gente pide que la convenzan y que la escuchen. La política de liderazgos concentrados y de cúpulas ha pasado a ser cosa del pasado.
Hoy, los medios enmarcan a la política, aunque no la definen totalmente, pero esta pasa inevitablemente por el ojo escrutador de los periodistas y de las audiencias.
La gobernabilidad no es un mero asunto de formar mayorías parlamentarias, sino también de lograr apoyo en mentes ciudadanas que hoy gozan de múltiples medios de expresión para sus inquietudes y planteamientos.
La democracia representativa está sujeta a un juicio permanente de una “contra democracia” que vigila, veta y juzga; ejerciendo así poderes de corrección y de presión.
Este fenómeno conlleva riesgos de populismo, de democracia de opinión y de antipolítica, si se sobrevaloran excesivamente las propiedades de control y de resistencia del espacio público.
Por un lado, el riesgo de la sordera de las élites; por el otro, el desborde de las pasiones en la calle. Sin embargo, lo cierto es que los procesos políticos no se desarrollan más bajo la mirada benévola de un pater familias al que todos se someten.
Las democracias contemporáneas, la nuestra incluida, no tienen otra salida que aprender a funcionar con el despertar político, sin dejar de lado la democracia representativa. Ignorar las nuevas realidades de la expresión social y de la desconfianza en las instituciones políticas solo puede llevar a la reiteración de errores como los del “aumentazo”.
No bastan los consensos legislativos para lograr la cohesión sociopolítica. Los dirigentes de hoy están obligados a jugar en dos registros; en el espacio de la representación y en la dimensión de nuevas formas de participación y deliberación, que van más allá de los debates parlamentarios.
La representación legislativa no es entendida como un cheque en blanco, sino como un mandato limitado con límites de suma para los gastos de capital político. Todo detalle del proceso legislativo puede transmitirse al marco mediático, con consecuencias insospechadas por los actores partidarios. El mundo no empieza, ni acaba en Cuesta de Moras o en Zapote.
Cooperación. La gobernabilidad no puede ser definida más como la obediencia cívica del pueblo, sino como la cooperación de múltiples actores en la construcción de nuevas estructuras de participación y de cohesión social. En ese contexto, la crítica ha ser aceptada como un equilibrio sistémico y no como declaración de enemistad.
La organización de la convivencia debe incluir más actores que los miembros de las clases políticas partidarias; gobernante que no entienda esto se verá condenado a la impotencia y a la frustración.
La legitimidad política no se gana exclusivamente con las elecciones; estas pueden ser el capital semilla, nada más.
La legitimidad política, el reconocimiento del derecho a gobernar, se gana todos los días con un ejercicio del poder que considere intereses y manifestaciones diversas.
Los labriegos sencillos que hacían caso son elementos del pasado, dar espacio a una sociedad modernizada que busca expresarse y participar es el reto del presente.