Alimentada por una lectura muy antigua, la memoria no nos da para una cita literal, así que nos limitaremos a resumir un relato que Jonathan Littel inserta en Las Benevolentes, novela en la que, asegura el autor, solo se narran hechos ciertos, salvo por los elementos indispensables para armar una trama literaria. Se trata de un oficial alemán de las SS que, cuando ya la aventura nazi va quedando triturada por la tenaza rusa-anglonorteamericana, intenta regresar a Berlín en medio de un caos apocalíptico y en el camino se encuentra, de pronto, con una banda de preadolescentes de aquellos que la demencia final de Hitler puso en pie de combate a falta de hombres aptos. Creyendo que frente a las evidentes credenciales de su alto rango los jovenzuelos le van a obedecer, el oficial intenta ponerlos en orden. Pero, para entonces, los niños soldados se han convertido en una horda desprovista de todo sentido de disciplina y más bien se muestran dispuestos a agredir al hasta hacía poco arrogante y despiadado ejecutor de torturas y asesinatos en masa.
Si aquel encuentro se hubiese producido, pongamos por caso, dos años antes, cuando los niños apenas formaban parte de una tropilla de exploradores de las juventudes hitleristas y el oficial -sin duda con el uniforme más limpio y más ordenado- todavía representaba a un régimen dotado de capacidad para seguir engañando y envileciendo a la nación alemana, los jovenzuelos habrían tratado al verdugo con mucho respeto, le habrían expresado ilimitada admiración y ¡ay del mocoso que hubiera osado dedicarle una palabra o una mirada de hostilidad! Pero lo más probable era que, a como iban las cosas en el momento del encuentro real, ya la mayoría de los alemanes sobrevivientes, viejos y jóvenes, hubieran descubierto la naturaleza esencialmente maligna y corrupta de quienes habían sido sus dirigentes durante poco más de doce años: Hitler y el partido nazi.
Nos preguntamos quién, que hubiera sido testigo de la escena en la que los niños se las tomaban por las malas con aquel representante del maléfico régimen que les había destruido su país y sus futuros, se habría detenido a regañarlos, a reconvenirlos por ser unos irrespetuosos. Por nuestra parte, tenemos la certeza de que, al llegar a este pasaje del libro, todos los lectores de Littel desean fervientemente que la enardecida horda juvenil atrape al oficial y le propine una soberana paliza. Solo por llevar, en aquellas circunstancias, los símbolos del poder -las insignias y el uniforme- se lo habría merecido, y no otra cosa debería esperar el envilecedor de los por él envilecidos.