El holandés Antonij van Leeuwenhoek tenía uno de esos apellidos arduos y duraderos que –como alguien dijo– son tan heracliteanos que uno no puede escribirlos dos veces de la misma forma. Los escolares nunca lo confiesan, pero su terror secreto es que tales apellidos entren en los dictados.
Como le faltaba mucho para llegar al siglo XXI, a la Antigüedad le sobraba el tiempo: por esto lo gastaba pronunciando nombres largos, como el del rey Nabucodonosor.
Que se sepa, no hubo crucigramas cuneiformes en Babilonia, de modo que los niños se entretenían pronunciando el nombre de Nabucodonosor mientras crecían.
Gracias a su nombre, aquel soberano controlaba la resistencia porque, antes de que los opositores terminasen de gritar “¡Abajo Nabucodonosor!”, ya los había detenido la policía secreta.
Es fama que Ciro, rey de Persia, conocía de memoria los nombres de sus soldados, quienes no solo eran muchos, sino que se parecían cuando estaban todos juntos. Ahora, los escritores ansían ganar un premio internacional, pero los soldados de Ciro lo tenían más fácil porque, en el tumulto, un solo grito de Ciro los sacaba del anonimato.
Como fuere, además de su nombre completo, Antonij poseía otra cualidad que lo hizo notable: su afición a manufacturar lentes maravillosos. Con estos descubrió las bacterias, el plancton, los glóbulos rojos, los espermatozoides, etcétera. Su trabajo restó crédito al mito de la “generación espontánea”, la que no estaba compuesta de poetas jóvenes, sino que postulaba que la vida surgía de la materia inerte.
El pecado de Antonij († 1723) fue ocultar la manera como hacía lentes. Su método y él murieron juntos, de modo que los avances en la técnica del microscopio se retrasaron hasta inicios del siglo XIX.
Mucho antes, el mito de Prometeo nos enseñó a compartir el conocimiento científico como compartimos el fuego con los dioses.
Un médico prometeico, Jonas Salk, descubrió la vacuna contra la poliomielitis y se negó a patentarla para que sea de la humanidad. Hoy, los programas informáticos libres comparten su hacer y su saber.
La ciencia debería ser universal como la luz. “¿Se puede patentar el Sol?”, preguntó Jonas Salk.