Odiseo, viejo y endurecido por el camino, desanda por fin el meandro que lo ha alejado de su Ítaca querida y de su esposa. Después de muchos años entra en su casa y se enfrenta a los ojos asombrados de Penélope, que lo creía muerto. Detrás de ella, en las sombras, dormita un hombre viejo y blando, su segundo esposo.
Esta es la reinterpretación del regreso de Odiseo a Ítaca en la obra recién publicada de Zachary Mason, Los libros perdidos de la Odisea. De ella nos sorprende –o tal vez no– la renuncia de Penélope a su rol tradicional de esposa que espera. Penélope ha decidido que el tiempo de su vida será el ahora y el lugar el aquí, y en su mente imagina y acepta la muerte de Odiseo para poder seguir con su vida.
En literatura, la estirpe de Penélope es vasta y antigua. Muchos son los personajes literarios que esperan a alguien o algo. Sus vidas entran en ciclos de repeticiones en la que los días vacíos y sus derroteros oscuros se repiten como una condena mientras llega el día esperado.
En el caso de Penélope, la espera está alentada, por supuesto, por la esperanza. Por siglos, ese fue el signo de la espera: el tiempo deparado al suspenso mientras arriban las buenas nuevas.
Espera inmóvil. Sin embargo, el siglo XX llega con horrores hasta entonces desconocidos de lo que el hombre podía hacerle al hombre, y la fe en la humanidad se quiebra, de forma sobradamente visible, en la literatura.
Los personajes literarios que esperan en las novelas del siglo XX normalmente no lo hacen al amparo de la esperanza. Lo que viene, piensan, no pueden ser buenas noticias. Es posible –conjeturan incluso estos personajes– que la espera sea en vano, una espera absurda, un viaje sin puerto de arribo.
A esos esperadores desesperanzados pertenecen, por ejemplo, el agrimensor K. de El castillo, de Franz Kafka, eternamente excluido del inexpugnable edificio, o Vladimir y Estragón en Esperando a Godot, de Samuel Beckett, caricaturas del tedio y la derrota de una espera que no puede dar frutos.
Esta reinterpretación de la espera como la inmovilidad inevitable de una vida sin sentido se convierte en otras obras en el principio facilitador de los horrores bélicos del siglo pasado.
Entendida como el sueño de la razón en el que se proyectan monstruos imaginarios que engendran la violencia sistemática del Estado, aquella espera produjo una especie de tetralogía suelta que incluye a El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti; El mar de las Sirtes, de Julien Gracq; Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Junger, y Esperando a los bárbaros, de J. M. Cotzee.
En esas cuatro novelas, un poder temido y multitudinario acecha la frontera de la civilización patrullada por los protagonistas, que esperan la invasión y la destrucción desde fuera. Sin embargo, en todos los casos, la destrucción llega desde dentro, desde la civilización, y arrasa siempre con el hombre que espera. La espera aquí se convierte entonces en la vulnerabilidad del subalterno, en la debilidad de aquel sobre el que se ejerce el poder, del individuo contra el Estado, contra la ideología, contra el sistema o la cultura a la que pertenece.
Entre ellas están El astillero, del maestro de la quietud, Juan Carlos Onetti; El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez; Zama, de Antonio DiBenedetto, y, en la literatura costarricense, El diluvio universal, de Guillermo Barquero, novela publicada en el 2009.
En las cuatro obras, los protagonistas esperan cartas de los centros de poder que los reivindiquen en su valor (instrucciones y dinero para reactivar una empresa, una beca científica, una pensión militar, noticias de la amada, el mandato del Rey).
Los cuatro personajes se encuentran postrados en una inmovilidad impuesta por su supeditación al reconocimiento de otros, que nunca se otorga. Este olvido desdibuja al que espera y termina derivando en la miseria material, la humillación y la pérdida de convicción en la propia valía.
Sin embargo, ¿cómo esperan los que esperan? Ciertamente ya no con el optimista anhelo del regreso del amor lejano o la certeza de la vida eterna después de la muerte.
La norma de esas novelas de la espera es la angustia y no la esperanza. Esa angustia no es otra que la angustia existencial, la angustia de vernos ante la obligación, como seres humanos libres de escoger nuestro destino, de actuar, de buscar por nosotros mismo el sentido que tendrá nuestra vida.
De la espera frustrada pueden nacer la desesperanza y el fracaso, pero también la voluntad de propiciar el cambio y la valoración del presente sobre el futuro, de la transitoriedad sobre la eternidad, de lo perecedero y corruptible sobre lo infinito e inalcanzable. De estas novelas surge la revalorización de la vida como un destello fugaz y maravilloso que debe aprovecharse mientras dura.
Iluminación. Después de adentrarse en los horrores modernos de la espera como callejón sin salida, ya no nos sorprende tanto encontrar a una Penélope que no espera resignada y fiel el regreso prometido del esposo.
La vida es demasiado valiosa para desperdiciarla en las repeticiones del tejido, y, si hay que engendrar alguna estirpe, valdrá más aprovechar el día que confiar en el mañana incierto. Eso dicta el sentido común de nuestra época, fundado como está en el individualismo y la transitoriedad.
¿Qué pasa, sin embargo, cuando la espera es inevitable, inconcluible: cuando liberarse del aburrimiento y la miseria y la humillación no es ya una cuestión de alternativas o de fuerza de voluntad?
La obra total del recién fallecido autor norteamericano David Foster Wallace está dedicada al sufrimiento cotidiano de la existencia humana como el problema más común e inmediato al que nos enfrentamos todos durante nuestra vida. En su última novela, El rey pálido –inconclusa y de próxima publicación–, Foster Wallace ya no encara este fantasma como la parábola que ha venido siendo desde que Penélope se sentó a tejer.
En El rey pálido, el tedio y la espera son la materia de la que está hecha nuestra vida. Para salir de ese pequeño infierno buscamos desesperadamente entretenernos en la evasión, en el sueño que crea un paréntesis en el vacío de la rutina. Porque reconocer y aceptar ese tedio, de frente y con los ojos abiertos, sin evitarlo, es una faena para valientes; y darle algún sentido quizá sea la empresa más importante que podamos emprender en nuestras vidas.
En el budismo Zen, las rutinas cotidianas son la puerta de acceso a la iluminación. Para evitar el sufrimiento, sólo debemos renunciar al deseo, y, como corolario, a la esperanza. A nosotros, hijos de Penélope, nos cuesta comprender esas renuncias: si hay espera, es porque hay esperanza, y donde no haya esperanza sólo queda el sufrimiento.
David Foster Wallace se murió antes de terminar la que sería su más importante novela, pero nos quedan sus preguntas: ¿es posible aceptar a una Penélope que encontrase la felicidad, día tras día, en su telar, sin que importe el destino de Odiseo o el suyo propio?, ¿podemos romper las cadenas que nos atan a las quimeras del futuro y finalmente aprender a buscar la felicidad en la esplendente pequeñez de cada día?