A fines de diciembre de 1935, un faraónico funeral en la ciudad de Maracay confirmó la muerte del dictador venezolano Juan Vicente Gómez. Poco después, en Valencia, capital del estado de Carabobo, como en otras ciudades del país, hubo saqueos durante tres días en las propiedades de los jerarcas del tiránico régimen, que acababa así tras 27 años.
Significativamente, aquellos saqueos, que canalizaban la rabia popular contra la tiranía, habían comenzado en la lujosa mansión de apariencia morisca propiedad de Santos Matute Gómez, hermano bastardo del dictador y quien hasta entonces había sido gobernador de Carabobo.
Cuenta la crónica local que en menos de media hora no quedó nada de la bella casa que había albergado al odiado personaje, y que, mientras desaparecían puertas, ventanas y muebles en hombros de la multitud enardecida, alguien arrojó un busto del general Gómez desde el segundo piso a la calle, como festejando también la caída de su medio hermano.
De paso por San José. Al año siguiente, en julio de 1936, el Diario de Costa Rica informaba de la llegada al país del general Santos Matute Gómez. Proveniente de Curazao, donde residía entonces, venía “acompañado de su bella e inteligente hija, la señorita Isola Gómez” y realizaba solamente una visita a San José pues el vapor en el que viajaban había hecho escala en Puerto Limón.
Así se desprende de la entrevista que brindó entonces al “reporter” del diario, en la que se refirió a su vida como la de un político y militar cuya carrera había acabado junto a su medio hermano: “Muerto el general, ha muerto en mí toda idea política, y como he sido seguiré siendo, es decir, un agricultor, un trabajador. Me dedico ahora a mis haciendas y estoy tranquilo”.
En realidad, poco tenía de agricultor o de trabajador el oscuro personaje de sesenta años. Más que gobernador de los estados de Carabobo y de Zulia, Matute Gómez había sido en ellos el sátrapa de la dictadura, hombre de poderes omnímodos que aprovechó para toda clase de negocios, en especial de aquellos que por ilegales le eran totalmente controlables a voluntad.
Se había enriquecido enormemente a expensas del contrabando y la venta de licor clandestino; de las “mordidas” o comisiones por obra pública, y del manejo de prostíbulos, así como mediante la apropiación ilegal de grandes extensiones de tierra que posteriormente vendió a compañías petroleras europeas y norteamericanas.
Seguramente por eso, en la entrevista dicha, más que hablar de su pasado, dejó clara su voluntad de venir a residir aquí:
“Pero hablemos mejor de Costa Rica, de este bello país tan democrático y tan tranquilo siempre. Como usted sabe, mi hija y yo nos marchamos mañana. Sin embargo dentro de algunas semanas regresare-mos y entonces nos será muy grato permanecer una temporada aquí. En Costa Rica vale la pena vivir, merece vivir en ella. De manera que hasta muy pronto”.
Casa y residencia. Para mediados de los años 30 del siglo XX, San José era una ciudad en plena expansión, proceso que apenas había sido frenado por la crisis mundial iniciada en 1929. En los cuatro distritos urbanos de entonces, calles y avenidas se extendían hacia los puntos cardinales habilitando terrenos que daban paso a la ampliación de las barriadas.
Particularmente hacia el sureste, en el distrito Catedral, la apertura –alrededor de 1930– de la calle 21 desde la estación al Atlántico hacia el sur, había permitido urbanizar sus proximidades hasta poco antes de llegar al popular barrio Luján.
Llamado “Chico Piedra” por su oficio de constructor, el ingeniero civil Francisco Jiménez Ortiz poseía un terreno en ese sector, pasado apenas el predio conocido como el “Potrero de las Gallegos” –donde se ubicó luego la Universidad de Costa Rica y hoy se sitúa la Corte Suprema de Justicia–, en el cruce de la calle 21 y una trocha que posteriormente sería la avenida 10.
Parte del negocio de Jiménez consistía en construir, en terrenos como aquel, casas de lujo que luego vendía. En 1932, en el lote dicho, Jiménez había erigido una vistosa residencia destinada originalmente, al parecer, a un diplomático que planeaba radicar en la ciudad.
Se trata de una vivienda esquinera con frente a la calle, cuyo desnivel hacia el costado sur (hoy avenida 10) salva mediante un sótano que, al hacer de pedestal, alberga la cochera y las habitaciones de servicio. Sobre este subnivel, dos plantas más completan los casi 700 metros cuadrados del conjunto arquitectónico de estética ecléctica.
En la primera de esas plantas predominan las estancias sociales y de servicios complementarios, mientras que en la segunda lo hacen las habitaciones privadas, flanqueadas por balcones y terrazas.
A nombre de sus hijas, Ida e Isola Matute Gómez, la casa fue adquirida por el venezolano en enero de 1937, para pasarse a vivir en ella en marzo de ese mismo año, como especifica la escritura respectiva. Antes debía hacérsele al inmueble una ampliación y finiquitar sus detalles y acabados.
Punto de referencia... y de escándalo. Como es común en el eclecticismo, tanto en las fachadas como en el interior de la casa predominan los elementos arquitectónicos de carácter neoclásico, tales como las columnas, las cornisas y las balaustradas grecorromanas, así como los vanos de ángulo recto en las ventanas de la planta baja, y de arco de medio punto en las de la planta alta.
Igualmente, el simulado pedestal de la obra aparenta –con el repello exterior– que está construido de bloques de piedra, aspecto que traslada a la línea de acera mediante el muro externo. No obstante, la parte superior de esa tapia muestra elementos modernistas o del Art Nouveau , como indicio de su apariencia vegetal.
Ya en el interior, en medio de los elementos neoclásicos, aparecen también trazos modernistas en la decoración, así como ornamentos neocoloniales en el labrado de la madera de las puertas de los baños. En cuanto al mobiliario, todas las referencias apuntan al lujo un poco extravagante, y ecléctico también, que llenaba los interiores de aquella casa.
Dos elementos externos la volverían icónica en el paisaje josefino: sus techos en mansarda o doble pendiente, que abrazan y dan volumen a partes de la segunda planta, y el característico color rojo minio con el que fue pintada desde que la adquirió Matute Gómez, y que solo perdió a principios de los años 90.
Sin embargo, no serían sus valores plásticos los que convertirían a la residencia en parte de nuestras leyendas urbanas.
Por lo que se suponía una fortuna incalculable y por lo que se sabía una forma de vida opulenta, así como por su carácter de extranjero asilado, Santos Matute Gómez fue una especie de gris celebridad en San José durante años; mas, si bien se rumoreaba desde antes, en octubre de 1951 estalló a su alrededor un escándalo por corrupción de menores, cargo por el que fue apresado cuando se paseaba en su auto por la avenida Central. La noticia hizo eco incluso en la revista Time .
Por esa razón, tras un proceso judicial que duró casi dos años, Matute Gómez fue expulsado del país en 1953, y falleció en Panamá cinco años después. En San José, en manos de sus hijas y en medio de morbosos rumores sobre quien fue su dueño, quedó la casa roja como punto de referencia para una de las clásicas direcciones “a la tica”: “De Matute Gómez, tantas varas al'”.
EL AUTOR ES ARQUITECTO, ENSAYISTA E INVESTIGADOR DE TEMAS CULTURALES.