Si bien algunos consideran que el oficio femenino de espía es tan viejo como el más viejo de los oficios –algunas virtudes, en uno y otro caso, suelen confundirse o combinarse con certera insistencia– e incluso atribuyen a la hermosa Dalila ser una de las primeras en ejercerlo –ella habría informado a los filisteos que el punto débil de su amante Sansón era su esplendorosa cabellera–, las investigaciones modernas ubican en la Guerra de Secesión estadounidense a algunas de las primeras mujeres en obtener información de una de las partes en conflicto para brindársela a la otra.
Entre ellas destacaron la actriz Pauline Cushman (1833-1893), quien espió para el ejército del Norte y fue detenida y condenada a muerte, aunque una vez finalizada la conflagración fue liberada, y Belle Boyd (1844-1900), también conocida como la “Belle Rebel”, quien estuvo al servicio de los estados sureños y concluida la guerra resultó desterrada.
Empero, sin duda el nombre más emblemático de estas misteriosas féminas sigue siendo el de Mata Hari, una holandesa nacida en 1876 y fusilada en las cercanías de París en 1917, pocos meses antes de que terminara la sangrienta Primera Guerra Mundial. Su nombre verdadero era Margaretha Geertruida Zelle, a veces conocida como Greta o Griet y finalmente por el alias con que alcanzaría, simultáneamente, la muerte y la eternidad, y que en idioma indonesio quiere decir “el ojo del día”.
Muchos relatos ayudarían a alimentar su leyenda: unas cuantas películas –la primera de ellas, de 1931, protagonizada por la divina Greta Garbo– series televisivas, canciones –Madonna, Joaquín Sabina– y varias novelas y biografías, la última de ellas
A los 18 años, y tras algunos equívocos episodios que la unieron con uno de sus profesores, Mata Hari, quien solía perder la chaveta ante el primer uniforme militar que se cruzara en su camino, leyó en un diario la propuesta de matrimonio de Rudolph McLeod, un oficial veinte años mayor que ella, que había servido en Indonesia y que se aprontaba para su segunda misión en aquel destino. A las pocas semanas contrajeron matrimonio y marcharon para las exóticas islas, donde todo se desmoronó con la furia y la rapidez de un tornado.
Rudolph, quien padecía sífilis, contagió a su esposa y seguramente a sus dos hijos, Norman, quien murió a los cuatro años, y Jeanne Louise, conocida como Non. Era un marido celoso y violento, que acostumbraba golpearla e insultarla en público. Por su parte, ella flirteaba con otros oficiales y pronto aprendió las primeras danzas nativas con las que empezó a deleitar a un público por entonces reducido.
Cuando la familia regresó a Europa, tras algunas idas y venidas la pareja se separó, y mientras Rudolph permaneció en Ámsterdam a cargo de su hija, Greta hizo sus primeras incursiones en París, donde pronto descubrió que sus habilidades de danzarina y de amante podrían proporcionarle suculentos ingresos.
En cuestión de pocos años se convirtió en una de las mujeres más famosas de Europa y recorrió escenarios de toda estirpe a lomos de sus sugestivos contoneos y de sus transparentes atuendos.
Llegó a actuar en la Scala de Milán, en el Folies Bergère y en el Metropol de Berlín, y a acostarse en centenares de camas, por lo general muy bien acompañada. El comienzo de la guerra la encontró en Alemania, donde al parecer uno de sus amantes, Karl Kroemer, le ofreció una elevada suma para que se transformara en espía. Ella aceptó el dinero y nunca entregó la menor información.
Sin embargo, para ese entonces el contraespionaje francés la vigila noche y día y finalmente es encarcelada en la prisión de Saint-Lazare, un lugar inmundo que la alejaría para siempre de sus lujosas costumbres mundanas.
Durante meses es interrogada casi a diario por las autoridades francesas, que no logran dar con más pruebas contra ella que unos vagos telegramas apócrifos, pero lo que verdaderamente la condenará, más allá de la oportunidad política de convertirla en un chivo expiatorio tras los sucesivos errores militares que terminaron con la derrota de Verdún, fueron sus andanzas de casquivana a las órdenes, más que de un ejército extranjero, de sus más apasionados y bajos instintos.
Con el propósito de demostrar su inocencia, o al menos de poner en duda las escasas pruebas de sus servicios, Shipman acumula una buena cantidad de páginas desbaratando las razones por las que siete jurados en apenas cuarenta y cinco minutos la hicieron fusilar por un batallón de gendarmes súbitamente enamorados de la desventurada víctima.