Los sofistas griegos, expertos en el arte de la palabra y la política, supieron hacer lo sencillo, complejo, y lo complejo, sencillo, según sus intereses. Se convirtieron así en expertos en el manejo de las paradojas (razonamiento que retan al sentido común).
El razonamiento paradójico se encuentra en muchos campos del quehacer humano tanto para confundir como para plantear profundos temas filosóficos. Tal es el caso de sentencias que aparecen en los Evangelios , en los que Jesús habla utilizando expresiones paradójicas: “los últimos serán los primeros”, “el que pierda su vida por mí, la ganará”.
Según el sofista Protágoras (490-411 a. C.), su razonamiento tenía como objetivo “convertir los argumentos más débiles en sólidos y fuertes”. Protágoras mismo aparece en un interesante pleito legal en el que se plantea un buen ejemplo de una paradoja al mejor estilo de los sofistas.
El maestro y el discípulo. Un discípulo de Protágoras fue Evatlo, quien lo que tenía de capaz, lo padecía de adinerado. Protágoras había decidido capacitar a su alumno en técnicas legales, y ambos acordaron que el alumno pagaría una suma a su maestro cuando ganase su primer pleito legal.
Evatlo terminó con éxito sus estudios con tan afamado maestro, pero luego entró en una época de meditación y perdió el interés en su oficio de abogado. Entonces, su maestro lo demandó por no pagarle los honorarios convenidos. Así, ambos llegaron a los tribunales, donde cada uno tuvo oportunidad de dar sus argumentos.
Evatlo expresó: “He ganado este pleito aun perdiéndolo pues, si ganase, no debería pagar a mi maestro. En cambio, si perdiera, no ganaría mi primer litigio y, por tanto, tampoco le pagaría”.
Protágoras escuchó el argumento de su discípulo, a quien consideró digno de su maestro; pero, como “el joven conoce las reglas, y el viejo, las excepciones”, el maestro tomó la palabra y dijo:
“Sea que yo gane o pierda, Evatlo deberá pagarme. Si él ganase la demanda, debería pagarme pues es lo que se ventila en este pleito. Si yo perdiera, Evatlo ganaría su primer litigio y, por tanto, debería pagarme según lo acordado”.
El lector decidirá si Evatlo debe pagar o no; pero, como sugerencia, debería recordar una máxima que dice que hay tres verdades en una discusión entre dos políticos: la del primer político, la del segundo político y la que realmente es.
Sabio Sancho. No tan formales han sido las paradojas que lograron la fama mundial, como veremos con nuestro próximo protagonista: Sancho Panza, escudero de quien se dice que fue el “loco más inteligente que se ha posado sobre esta Tierra”, don Quijote de la Mancha.
A Sancho Panza le hacen creer que es gobernador de la presunta isla de Barataria. Una de las características de este pueblo es que en él se ingresa por un puente que tiene una horca como control de entrada.
Los jueces del pueblo exigen a todos los forasteros que afirmen algo sin darles tema alguno. Luego analizan lo afirmado y lo reciben con honores si es verdadero; si es falso, lo ahorcan.
A Sancho le exponen el caso de un forastero que respondió: “Yo moriré en esa ahorca”. Ante tal situación, los jueces no saben qué hacer pues, si lo ahorcan, habría dicho la verdad y deberían dejarlo pasar; pero, si no lo ahorcaran, el forastero diría una mentira y deberían ahorcarlo.
Sancho recuerda entonces un consejo que su amo, don Quijote, le ha dado: que, “cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia”; por tanto, respondió:
“Digo yo, pues, ahora que deste hombre aquella parte que dijo verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen. Desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje”.
Ante tal disparate, las personas quedaron perplejas ya que no es posible matar una parte de una persona y dejar viva la otra; pero Sancho continuó:
“Si la verdad lo salva, la mentira lo condena igualmente; y, siendo esto así, como lo es, pues, si están en igualdad de condiciones ambas razones de condenarle o absolverle, pues que lo dejen pasar libremente pues siempre es alabado más el hacer bien que mal; y esto lo diera firmado de mi nombre si supera firmar”.
En fin, al no tener salida a la paradoja planteada, Sancho “decide sin decidir” acogiéndose a la misericordia.
Dudas de barbero. Acercándonos más a nuestros tiempos, el filósofo inglés Bertrand Russell (1872-1970) ofreció una de las más notables paradojas en las matemáticas modernas: la “paradoja de Russell”, que se popularizó por medio de la “paradoja del barbero”. Veamos cuál es.
En un poblado de un lejano país árabe había un barbero diestro en rasurar cabezas y barbas. Como él era el único barbero en el pueblo, se formaban largas filas de hombres que requerían sus servicios.
Ante esa incomodidad, el emir ordenó que el barbero solamente afeitase a quien demostrara no poder rasurarse a sí mismo. Cierto día, el emir llamó al barbero para que lo rasurara, y este hombre le contó sus angustias:
“En mi pueblo soy el único barbero. Si me rasuro, entonces puedo rasurarme por mí mismo; por tanto, no debería afeitarme el barbero de mi pueblo', ¡que soy yo! Por el contrario, si no me rasuro, entonces algún barbero debe rasurarme, ¡pero yo soy el único barbero!
Tenemos que, si el barbero se rasura, no puede rasurarse; y, si no puede, entonces puede rasurarse.
El imprudente. En el ir y venir de las paradojas desde los griegos hasta nuestros días, parece que viajamos en el tiempo. En esta idea se basó el francés René Barjavel para escribir la novela Le voyageur imprudent (El viajero imprudente). En ella, Barjavel planteó la que se ha dado en llamar la “paradoja del abuelo”:
“Si una persona viaja al pasado y mata –deseemos que sin proponérselo– a su abuelo antes de que este conozca a su abuela y puedan tener hijos, entonces el padre o la madre del viajero nunca fueron concebidos; por tanto, el viajero nunca pudo haber nacido, de tal manera que el viaje en el tiempo nunca se hizo y, por tanto, el abuelo no murió por causa de su nieto y sí conoció a la abuela (del nieto), lo que, en fin, lleva a concluir que el viajero pudo nacer y hacer el viaje en el que mata al abuelo; entonces'”.
Curiosamente, no en pocos casos, el pensamiento parece encerrar una paradoja. Así ocurrió con el físico Stephen Hawking en una conferencia que dictó en California en 1988.
En aquella conferencia se discutió si existen leyes que determinen por completo la evolución del universo a partir de su estado inicial.
Una persona le planteó: “¿Está todo determinado?”, y Hawking respondió tajantemente: “La respuesta es sí, aunque muy bien puede suceder que no lo esté porque nunca podremos saber qué se determina”.
Sin duda, las paradojas incentivan en una forma profunda y armoniosa el pensamiento humano. En algunos casos, nuestro pensamiento debería poner más atención al corazón que a la razón pues “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, según escribió Blaise Pascal; además, “lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve con el corazón”, añadió el Principito.
A quienes afirman que la vida es una paradoja cual callejón sin salida, les recordamos que, “cuando se llega a un callejón sin salida, siempre habrá una salida: el mismo callejón”.
EL AUTOR ES RECTOR DE LA UNIVERSIDAD AMERICANA Y PROFESOR DE MATEMÁTICAS EN LA UCR.