Nunca pasa, pero pasa: no logré decidirme entre dos temas y, ni modo, esta columna trata ambos. Son asuntos insoslayables, uno en Venezuela y otro aquí, el país más feliz del mundo. Empiezo por Venezuela, donde se ha precipitado una crisis con implicaciones internacionales. La crisis nuestra, como cabía esperar, es chiquitica: el gallinero cocinándose en su salsa. Aun así, inquietante.
Las elecciones venezolanas del domingo pasado dejaron un país partido por la mitad. Más allá del resultado electoral –la probable victoria amarga del oficialismo–, lo importante es el duro golpe a la hegemonía política del chavismo. No hay manera de que el presidente designado Maduro justifique que hace lo que hace porque tiene la mayoría y que los opositores son una mera banda de burgueses y oligarcas. Si tanta gente lo fuera, estaríamos ante un hecho singular en la historia universal. Partido como está el país, el imperativo es lograr puntos de encuentro entre ambos bloques para impedir el deterioro de la situación. El intento de una mitad por ahogar a la otra puede terminar en un baño de sangre.
Lejos de aliviarse, el conflicto ha empeorado. Aquí no hay santas palomas, pero hay unas con más responsabilidad que otras. Y la principal recae en el manejo que Maduro ha dado a esta compleja situación. Denunciar un golpe de Estado ante una petición de recuento de votos es cerrar puertas a un diálogo político inevitable. Amenazar, ahora, con radicalizar la revolución es abonar a la inestabilidad. Esta, en un país petrolero influyente, no solo puede afectar los precios internacionales del crudo, sino alterar la geopolítica regional.
La segunda crisis es tiquísima y difícil de explicar a alguien de afuera. ¿Quién entiende que un Gobierno quede desahuciado por la concesión de una carretera y por poner, en una efeméride, vallas que separaron a mamás de sus chiquitos? No pretendo trivializar cosas, sino subrayar su importancia: cuando eventos como esos tienen tal efecto, lo evidente es que el viejo orden político partidista del cual emanó el Gobierno está quebrado, sin reacción, una estructura condenada a caerse. El tema es cómo, cuándo y quién se lo trae abajo, no si sobrevivirá o no. El sánguche de gobierno apaleado y abandonado por su partido, una sociedad berrinchosa y partidos irrelevantes son un purgante. Mientras digerimos este emplasto, planteo, como petición racional, una completa revisión del sector de infraestructura vial, no solo del MOPT y sus inútiles entidades, sino de las empresas constructoras de carreteras que han hecho clavos de oro con una debilidad pública alimentada sea por negligencia, astucia, colusión o, vaya a usted a saber, por todo lo anterior.