Reikiavik, Islandia. 11 de julio de 1972. El “ match del siglo”. Salvo en Rusia –donde los niños son iniciados en sus arcanos desde la escuela–, el ajedrez era un ejercicio intelectual practicado por lunáticos y obsesos, hombres a quienes la infinitud de los espacios acotados fascina, espíritus capaces de gozar de la belleza de las relaciones espaciales, de los sigilosos desplazamientos y de la coreografía de las piezas en el tablero.
El ajedrez salió del esoterismo después del encuentro Fischer-Spassky. Fue esa una colisión que cambió la historia del mal llamado “juego-ciencia”. Mal llamado, sí, pues en él hay más poesía e imaginación que algoritmia.
Fischer reinventa el ajedrez. Fischer es al ajedrez lo que Casals es al chelo: el hombre que universalizó su instrumento. Con él, el mundo comenzó a “respirar” ajedrez: por doquier tableros magnéticos, torneos, libros sobre teoría de aperturas, revistas especializadas, trebejos de inusitada belleza gótica o estilizada esbeltez, tallados en maderas preciosas, en mármol, de plástico' Tableros descomunales con seres humanos haciendo las veces de piezas, vestidos de reyes, alfiles...; en Moscú, tableros con gigantescas esculturas de hielo, exhibiciones de partidas simultáneas ofrecidas por grandes maestros; partidas “a ojos vendados”: el mundo se embriagó de ajedrez.
Al borde de un ataque de nervios. La Guerra Fría. Nixon y Brezhnev se enseñan los colmillos y sacan a relucir sus cacharros bélicos en cada turno pueblerino. Vietnam es una presa destrenzada por dos depredadores. Regímenes totalitarios en el bloque soviético, dictaduras militares en el eje americano. Ceaucescu, Tito, Somoza, Stroessner, Mao, Pol Pot': feo momento para estar en el mundo.
Después de un cuarto de siglo de hegemonía soviética (Alekhine, Botvinnik, Smyslov, Tahl, Petrosian, Spassky), brota de la cabeza de Palas Atenea un joven misántropo, un inadaptado social, un pequeño monstruo –porque algo había de aterrador en él– llamado Bobby Fischer.
Más que un jugador de ajedrez, Fischer era un asesino del tablero. Ningún jugador que perdiera con él logró reconstruirse. No solo derrotaba a sus rivales: los aniquilaba sicológicamente; sus heridas supuraban para siempre. En su ascenso al título vapuleó a Taimanov por 6-0, ganando con igual donaire con blancas y negras. “Bueno: ahí me queda el piano por consuelo”, dijo Taimanov, notable pianista clásico, después de la paliza.
Idéntico varapalo le fue infligido a Larsen (junto con Korchnoi y Keres, uno de los “campeones sin corona”). Luego, el “tigre” Petrosian, un verdadero búnker táctico cuyo juego taimado iba envolviendo a sus rivales con la gradual e inexorable lentitud de una boa constrictora; esperaba que el contrincante cometiera un error' y lo asfixiaba por acumulación de pequeñas ventajas posicionales. Petrosian, el armenio de rostro inescrutable y yerta mirada, fue avasallado 6-2.
Colisionar con el destino. Entonces llegó el momento de desafiar a Spassky, antípoda de Fischer. Era un verdadero caballero: lleno de gracias sociales, espíritu refinado, bondadoso', quizás más de lo conveniente cuando enfrente se tiene a Hannibal Lecter.
Tras mil forcejeos, Reikiavik –equidistante de Washington y Moscú– fue declarada escenario del duelo. Kissinger llama a Fischer: “Por razones de estado, es imperativo ganarle a los rusos”, le dice. Spassky, el pobre, carga todo el peso de un imperio que ve en él el último reducto contra el tsunami ajedrecístico que se le viene encima. ¿Quién, en su caso, no se habría resquebrajado moralmente?
Los relojes están en marcha. Comienza a correr la sangre sobre el tablero. Los sesenta y cuatro escaques de la misteriosa cuadrícula serán el campo de batalla donde los contrincantes se trenzarán en la contienda sin tregua ni misericordia de sus simétricas armadas. Duelo de voluntades, esgrima del intelecto, sublimación espléndida de la sed guerrera del hombre, transformada en lúdica lid, en juego de apariencia engañosamente inofensiva: así es la atroz violencia sicológica del ajedrez.
Con ejemplar espíritu deportivo, Spassky se pliega a todas las impertinencias de Fischer: cambiar la temperatura de la sala, cambiar el tablero, cambiar la iluminación, cambiar las sillas, remover los espectadores de la primera fila, inspeccionar los plafones (no fuese a haber dispositivos ocultos a través de los cuales los asistentes de Spassky le dictasen las movidas), mascar chicle en medio match ' Fue una guerra sicológica que minó su concentración.
Muerte por ajedrez. Esa insidiosa crueldad con que el jugador ejerce su supremacía táctica, la refinada perversidad con que procede a ejecutar al rival en el final de juego, son rasgos que en vano buscaremos en otro deporte. Al lado del ajedrez, el rugby, con toda su explosiva visceralidad, pasa por caritativo. La derrota del intelecto es más humillante que la del cuerpo, y acarrea a quien la padece una muerte sicológica que ningún otro juego inflige a sus perdedores.
Spassky comienza ganando. De hecho, ya en la segunda partida –que Fischer pierde por no comparecencia– Spassky pudo haber retenido el título. Sin embargo, rehusó “ganar” de esa manera. Era un verdadero príncipe, el buen Boris. Los jugadores están frente a frente. Ceños fruncidos, labios contraídos, crispados los músculos, fieras prestas al salto. ¡Cuánta ferocidad hay bajo esa máscara de afable urbanidad que el sombrío cavilador esgrime al estrechar la mano de su rival!
Cada jugador guarda bajo doble llave sus pensamientos, mientras lee sobre el rostro de su adversario las íntimas reacciones que sus jugadas van provocando. Miradas que horadan la piel y taladran los huesos, ojos que se abren paso hasta el sancta santorum del contendiente para descifrar su estrategia y conjurar sus intenciones.
El rey ha muerto: ¡viva el rey! Boris Spassky se derrumba. Bobby Fischer juega con creatividad, con audacia y belleza. El campeón comete error tras error. En la decimotercera partida entrega, con un gazapo inconcebible, un juego que tenía ganado. La última partida es prorrogada. Spassky está en desventaja posicional y material. Al día siguiente comunica por teléfono su rendición.
A los veintinueve años, Fischer es campeón del mundo. Está solo en el mundo del ajedrez, planeando a una altura en la que no se movía ninguna otra inteligencia del momento. Se convierte en ser insular, centella que por unos instantes ilumina los más remotos confines del planeta, para después perderse en la tiniebla.
A Spassky lo reciben miles de rostros cejijuntos en la Unión Soviética. En 1978 se haría ciudadano francés. Hoy, después de dos derrames cerebrales y a mitad paralizado, juega aún torneos internacionales. ¡Sigue rugiendo, viejo león! ¡Un campeón así es campeón para siempre!
Melancolía. El 17 de enero de 2008 muere Fischer en Reikiavik, ciudad de su consagración. ¿Muerto Fischer? ¡Pero si los hombres como él no mueren! ¿Acaso juega la muerte al ajedrez mejor que él? Silente y recluso durante décadas. Loco, paranoico, delirante, vive exilios en Japón, Filipinas, Islandia. Se dirige a paraderos desconocidos. Un apátrida, un hombre, en el fondo, profundamente infeliz.
El retiro, la soledad' y la rabia. ¿Contra qué o contra quién? Imposible saberlo. No se juega así al ajedrez sin rabia: esa que sale de la raíz misma del ser. Apenas sesenta y cuatro años de edad, ¡el número de las casillas del tablero! El más grande jugador de todos los tiempos. Un excéntrico, es decir, un hombre auténtico. Paz a tus restos, campeón; ve ahora al encuentro de tu musa Caissa, y échate una partida con el buen Dios. Sin duda te ganará, porque Él es dueño del tiempo y el espacio –coordenadas sobre las que se articula el ajedrez–, pero de una cosa estoy seguro: no caerás sin darle ardua faena.