A mí me sucede lo mismo que a mi recordado profesor de filosofía, Constantino Láscaris, asiduo defensor de causas perdidas. Su colección de columnas, editadas en un estimulante libro intitulado Cien casos perdidos , narra las tribulaciones de quien solo supo nadar contra corriente. Hoy voy a comentar la nueva ley de tránsito.
Quisiera poder decir, regodeado de satisfacción, que la aprobada en primer debate es un paso en la dirección correcta para enmendar el adefesio hecho por el Gobierno anterior, aprobado con impericia por los legisladores y luego tasajeado con entera razón por la Sala Constitucional. Pero me las aguanto.
Las vicisitudes para los conductores no cesan en la nueva ley, que sigue siendo represiva. La mejoría al tratar de acomodar el tamaño de las multas a las dimensiones del bolsillo de los costarricenses cede ante dos problemas de fondo que no han logrado corregir: el conflicto de intereses entre convertir las multas en impuestos para financiar al Conavi, y el draconiano sistema de puntos. Ambos son odiosos y terminarán –créanme– con la tranquilidad y paciencia de todos.
El propósito de la multa (de todas las multas) era disuadir de conductas indebidas y educar a los conductores para portarse civilizadamente. Pero el Conavi metió la mano en su redacción para hacer un lucrativo negocio. Inventó demasiadas multas con el deliberado propósito de recaudar fondos. No portar la licencia será fuente de financiación, o ser pescado por las cámaras escondidas malévolamente ubicadas en zonas de baja velocidad, día y noche, trabajando sin cesar como las marías de los taxis. Se convertirán en fábricas de hacer dinero. Lo reconoció sin pudor una alta funcionaria del Conavi en un noticiero.
El sistema de puntos sigue siendo draconiano; les morderá la mano a los propios diputados que lo aprobaron. Cada infracción cercenará el derecho a conducir. 50 puntos es la cifra fatal, demasiado baja, acumulables en tres tristes infracciones. Y acumularlos en la vida de un conductor es tan fácil, sobre todo con las cámaras (y oficiales) escondidos en cada recodo del camino. De aquí a unos años nos despojarán a todos del derecho a conducir, castigándonos a andar a pie (o en el deficiente sistema de transporte público). Majar una caraja raya en la inmediatez de una señal será conducta temeraria, o sonar la bocina en zona indebida para prevenir a un perro o –peor aún– un infante serán pecados mortales. Y, con la suspensión, habrá que dejar de laborar para hacer trabajo comunal. Ahí están las verdaderas sanciones, no en las multas. No poder conducir por uno o tres años será una verdadera tragedia. Ya lo verán.