Ha corrido mucha agua bajo el puente desde que los hermanos Ethan y Joel Coen filmaron Simplemente sangre (1984), su oscura y deslumbrante ópera prima. El filme incluía algunas referencias al cine de Alfred Hitchcock y a la literatura detectivesca de Dashiell Hammett y James M. Cain: preludio reservado de las múltiples influencias que nutrirán la posterior filmografía “coeniana”, desde Sigmund Freud, Ákira Kurosawa y el film noir hasta el teatro del absurdo, el Coyote y el Correcaminos.
Esa capacidad de hacer películas como cajas de Pandora, ese virtuoso estilo del “todo cabe”, ha dado lugar a una filmografía singular, cargada de un corrosivo cinismo, una cinefilia enciclopédica y unos personajes torpes hasta la fatalidad. De esas cintas han surgido algunas joyas del cine estadounidense de las últimas décadas, como Barton Fink (1991), Fargo (1995) y El hombre que no estaba ahí (2001).
Previsiblemente, más tarde que temprano, la vocación inclusiva de los Coen condujo su trabajo en sentido contrario: hacia la pureza de los géneros cinematográficos. Este viaje a contracorriente de su propio estilo ha tomado forma en su más reciente largometraje, un western noble y anacrónico titulado True Grit, estrenado en nuestro país bajo el título de Temple de acero.
La vejez del viejo Oeste.True Grit es un western crepuscular, a la manera de El hombre que mató a Liberty Valance (1962), según John Ford. Tras haber colaborado con el nacimiento del western como género épico, y después de fijar en las grandes pantallas a John Wayne como su intérprete más emblemático, Ford reveló la vejez del viejo Oeste y filmó el ocaso de ese cowboy legendario.
La filmografía y los méritos del cine según John Ford son tan abundantes como escasas fueron siempre sus palabras. Cuando Jean-Luc Godard lo consultó sobre aquello que lo llevó a Hollywood, el cineasta de la consumación y la reinvención del western respondió: “Un tren”. Cuando a Orson Welles se lo consultó sobre los tres mejores directores de la historia, afirmó sin pensarlo demasiado: “John Ford, John Ford y John Ford”.
Además de sustituir a la santísima trinidad en los menesteres cinematográficos, Ford fue partero y enterrador resignado del western clásico.
En El hombre que mató a Liberty Valance comprendió que ya no había lugar para las grandes planicies del Monument Valley ni para las polvaredas que anunciaban la llegada del séptimo de caballería. No hubo en ese filme enfrentamientos ni venganzas entre indios y terratenientes: solo un paisaje breve y ensombrecido, como evidencia de un tiempo que se aleja de nosotros.
Los años 60 dejaron atrás a los míticos pistoleros y a los jinetes de leyenda, y encontraron en su lugar a una multitud de cowboys ancianos y nostálgicos, empleados en espectáculos circenses de octava categoría. El hombre que mató a Liberty Valance es uno de los más re-cordados síntomas cinematográficos del cambio representado por esa época.
En 1969, Sam Peckinpah dirigió La pandilla salvaje, una oda cinematográfica, de efectos alucinógenos, identificada por la crítica europea como “la película más violenta que se haya filmado jamás”. Ese mismo año, Henry Hathaway entonó el canto de cisne del western clásico mediante la adaptación de una novela del estadounidense Charles Portis, ambientada en las postrimerías del siglo XIX: True Grit.
Con True Grit, Henry Hathaway filmó el adiós de un cine basado en la leyenda y en su carácter efímero. Por otra parte, con su versión de la novela escrita por Charles Portis, Ethan y Joel Coen han recuperado la obra del olvidado Hathaway y han revivido el western crepuscular, como elogio triste de unos seres condenados al olvido.
Un cíclope del desierto. True Grit registra la odisea de un curioso grupo encabezado por Rooster Cogburn: un alguacil veterano, tuerto, hablador y borracho, que es contratado por una niña de inteligencia irreverente para dar caza al asesino de su padre. A ellos se une un ranger tejano de apellido LaBoeuf, un vaquero serio y absurdo, que cierra el triángulo entre personajes.
Joel e Ethan Coen se han convertido en cronistas de la América profunda, en virtud del buen hábito de producir fábulas disfrazadas de películas: fábulas extrañas, entrañables y fascinantes en su sencillez.
True Grit transmite esa fascinación infantil en las figuras de una mujer solitaria inclinada delante de una tumba, de un hombre que habita bajo la piel de un oso o de ese corpulento cíclope del desierto conocido como Rooster Cogburn.
En la primera versión cinematográfica de la novela de Portis, el personaje del alguacil del parche en el ojo fue interpretado por el mítico John Wayne. Las muchas bondades de ese curioso antihéroe produjeron, seis años después, un segundo largometraje que daba continuidad a las aventuras del personaje –y que interpretaba de nuevo Wayne– bajo el título inequívoco y simple de Rooster Cogburn (1975).
La versión contemporánea de True Grit ofrece el trabajo interpretativo de un Jeff Bridges en estado de gracia, como el recuerdo elogioso de aquel Rooster Cogburn que alguna vez llenó las pantallas con sus toscos modales y su refinadísimo sentido de la amistad; y como el homenaje a ese legendario jinete, creado por John Ford a imagen y semejanza de sí mismo, llamado John Wayne.
Nostalgias. True Grit puede interpretarse como la culminación de un proceso iniciado por los Coen en su filme No Country for Old Men (Sin lugar para los débiles, 2007), un western único en su especie, que deambula entre los territorios de lo crepuscular y lo urbano: entre el comic de trazos expresionistas y la prosa seca y detallada del escritor Cormac McCarthy.
La película filmada por los Coen parece también el resultado de una nostalgia meditada y profunda: nostalgia por una época lejana, por unos personajes sumidos en el olvido y unas formas cinematográficas tan nobles como los oficios artesanales que les dieron lugar.
True Grit recupera un género cinematográfico popular y esencialmente estadounidense. El filme nos regresa al tiempo de los centauros que atravesaban el desierto por una recompensa o una promesa; tiempo agreste e ingenuo en el que aún convivían la religiosidad y el imperio de la palabra, el sacrificio de los demás y el sacrificio por los demás.
True Grit es la evocación cinéfila de una época y de un cine perdidos; es una película decididamente anacrónica, que da cuenta de la admiración por el western crepuscular, a la vieja usanza de John Ford. Es, finalmente, el recordatorio más noble y elocuente filmado hasta hoy por los hermanos Coen, de que “el tiempo se aleja de nosotros”.