Emanuel llevaba la geografía hasta en el nombre. Su apellido era Swedenborg , palabra equivalente a “castillo sueco” si las traducciones nos permiten tal versión; y habría que desconfiar un poco de aquellas pues, como escribió Paco Umbral, en las traducciones, como en las mudanzas, siempre se pierden algunos muebles .
Emanuel Swedenborg ha pasado a la historia con cierta injusticia: casi solamente como el hombre que escribió ingentes, alucinados libros en los que relató sus conversaciones con Jesús en Londres a la hora del té, y sus viajes a trasmundos, como el cielo y el infierno.
Emanuel describió esos viajes con minuciosidad de relojero suizo, con cierta gelidad de fiordo, con toda la realidad que se permite un notario inventor de universos en los que no faltan los detalles, registrados con manía de microscopio.
Así pues, el devoto Swedenborg fue como un geógrafo de las postrimerías: cielo e infierno, retratados con gentes, ángeles, casas y conversaciones. Pareció un antecesor de Alexis de Tocqueville, quien paseó su curiosidad –hecha un perdiguero ilustradísimo– por los Estados Unidos de comienzos del siglo XIX, y reportó sus asombros y sus juicios en La democracia en América.
Swedenborg nació en Estocolmo en 1688 y murió en Londres en 1772, de modo que el tiempo de su vida viajó sobre el arco iris de la Ilustración. Emanuel fue un ilustrado él mismo pues se desempeñó con igual soltura en las matemáticas, la ingeniería, la astronomía, la química y la anatomía, y formuló hipótesis sobre el cerebro que ha confirmado el tiempo, que para eso está.
A los 56 años, Swedenborg comenzó a tener sueños extraños: ángeles se le aparecían y le confiaban secretos del cielo y del infierno, y, según escribió, llegó hasta a hablar con el mismo Dios.
Uno de sus admiradores, el poeta francés Paul Valéry, se sorprendió (poco) de la extraña unidad de opuestos que revela la vida de Swedenborg: científico realista y visionario místico. Valéry lo explicó como reflejo, en un solo hombre, de un tiempo: las Luces, en el que “coexistieron doctrinas opuestas” ( Swedenborg , libro Variedad , v. I).
Emanuel descubrió que el infierno no es una penitenciaría de máxima seguridad, sino el lugar en el que los malos son felices haciéndose diabluras y negándose a un eventual ascenso al cielo.
En el cielo, el idioma es el mismo, pero cambia un poco según la sabiduría de cada ángel ( Arquitectura del cielo, parágrafo 244), de manera que Swedenborg se adelantó celestialmente a insinuar la diferencia que hay entre lengua y habla, distinción que estrenaría Ferdinand de Saussure en el siglo XX.
Dedicado a ser bueno, de un desquicio entrañable, Emanuel anduvo como un hombre en el cielo, y, al fin, como un ángel en la Tierra que predicaba la paz. Los ángeles lo visitaban en sus sueños locos, y alguna vez lo veremos en los nuestros.