Como ciertos indultos, el monstruo de Frankenstein no tiene nombre. Él era anónimo, y, si se hubiese dedicado a la literatura, en nuestros tiempos ya sería famoso pues le habrían atribuido el Poema del mío Cid , y hasta los Cuentos de Canterbury , los que, en vez de ser de Canterbury, son de Chaucer.
Además de ser muy anónimo, en las películas, el monstruo del doctor Victor Frankenstein carecía del don de la palabra; pero lo bueno es que no deseaba ser escritor, y esto es algo que los ingratos vecinos de su pueblo nunca supieron agradecerle; en vez de hacerlo, al pobre monstruo lo quemaron en un molino como en una casa o una caza de brujas.
El de Frankenstein fue así el único monstruo que estaba listo para el cine mudo. En vez de hablar, levantaba los brazos, de modo que bien puede ser el santo patrono de los asambleístas de partidos.
Bueno, eso es lo que nos relatan las varias cintas que se basaron en la novela Frankenstein, de Mary Shelley. También puede ser posible que el monstruo presentado por el cine haya sido como los monos, los que –según una clásica boutade – pueden hablar, pero no hablan para que no los hagan trabajar. Así pues, asaz verboso, el monstruo habría preferido retozar en los bosques comiendo frutas en vez de servirlas vestido de mayordomo.
Si el monstruo sabía hablar, quizá lo haya bloqueado la intensa lectura de libros de Gustave Flaubert; así, al final, el monstruo guardó silencio y, después de muerto, se pasó la vida buscando “la palabra justa”, como Flaubert.
Con harta liberalidad, hemos llamado ‘muerto’ al monstruo; mas realmente no era uno, sino varios, ensamblados, de manera que consistía en un condominio de restos.
Al fin, como fuere, el/los muerto/muertos se pasan toda su novela en un revival que da gusto.
Según Mary Shelley, el monstruo adquirió vida mediante choques eléctricos, que no eran –como son hoy– los aumentos de tarifas.
In illo tempore , comienzos del siglo XIX, algunas personas creían que las precandidaturas y la electricidad podían levantar muertos, pero la Historia no piensa así; y no es que la Historia piense mucho, sino que, cuando piensa, la Historia siempre piensa otra cosa.
En su libro Las piedras falaces de Marrakech (cap. VIII), el paleontólogo Stephen Jay Gould alude a la novela Frankenstein . (El paleontólogo es quien se ocupa de los restos de la vida del pasado; en esto último se diferencia del economista.)
Gould hace tal mención a propósito del galvanismo, teoría del científico italiano Luigi Galvani (1737-1798). Él descubrió que los nervios eran “cables” que conservaban la propiedad de transmitir impulsos eléctricos, aun después de haber muerto la persona o el animal respectivo. Antes, con Descartes, se suponía que los nervios eran “canales” por los que viajaban “fluidos”. La joven Mary Shelley estuvo más al día: como siempre, el arte.