El retrato del señor Doryan sigue velado –como en la novela de Oscar Wilde– pues, a pesar del esfuerzo de cualquier investigación o comisión, en Costa Rica, liberal es el mote de los que tiran la piedra, enseñan la mano y se mueren de la risa.
En el escenario de una Costa Rica adormecida, ensimismada, el señor Doryan es un personaje de ficción, un ente impermeable a la crítica y menos aún a la justicia, un catalizador del desastre social que ha sabido mantener una reputación incongruente, de difícil lectura.
Amparado en la responsabilidad ajena, sale siempre bien peinado y pareciera que su ingenio carece de ingenuidad pues le verdean los puestos políticos de toda clase.
Por mucho que se ha contado, son ya conocidas las hazañas de su interrumpido andar por la administración política –que no pública– de este país, y son claras también las marcas que ha dejado su maquiavélico pragmatismo en la salud del país.
A pesar de todo esto, no es de extrañar que el propio Doryan no se reconozca en sus actos, que no advierta la secuencia decadente de sus decisiones, la fatalidad encadenada a los imperativos que le llevan a actuar ciegamente. Él ha transferido al retrato las consecuencia de sus errores, él sobrevive al tiempo como un narciso de marfil, mientras su retrato se degrada al paso de su ingenio.
Sin embargo, el engaño es siempre transitorio y el miedo lo trasciende. Doryan intenta velar el retrato, pero el repetido fracaso de sus empresas va dejando la huella de sus inconsecuencias. Un Estado agotado, agónico, un seguro social enclenque, un país con sirenas de alarma golpeando la conciencia, abriendo los miedos más profundos, un país que respira a bocanadas de endeudamiento, esa es su cara, su retrato.
Al final de la historia de Wilde, Dorian Gray encarna el horror de su propia maldad, devuelve al retrato su belleza original mientras que él acaba desesperado, enfermo del mal que él había engendrado.
No pasará mucho tiempo antes que este país se levante del embrujo y vuelva a ser una obra de arte.