La Policía de Tránsito trabaja con recursos limitados. Hay 1.045 oficiales para atender 35.350 kilómetros de carreteras las 24 horas del día. Las jefaturas dicen necesitar otros 2.000 oficiales para cumplir su cometido con eficacia. Es un número importante, cuya justificación exige un estudio detallado. Aun así, es difícil pensar en semejante aumento de la planilla, porque también el Estado costarricense opera con recursos limitados.
Hay, sin embargo, espacio para mejorar en una institución donde el 10% del personal ocupa cargos de jefatura, otro 10% se dedica a labores de oficina y los tres turnos de labores se debilitan por la ausencia de una cuarta parte del personal en virtud de las incapacidades, suspensiones, guardias, días libres y vacaciones.
La Unión Nacional de Técnicos Profesionales del Tránsito (Unateprot) coincide en la necesidad de aumentar el personal, pero responsabiliza a la mala organización por el deficiente uso de los recursos existentes. Las jefaturas, en cambio, se limitan a insistir en el aumento de la planilla y dejan de lado el autoexamen.
Joselito Ureña, secretario general de la organización gremial, critica el exceso de jefaturas y la mala distribución de los oficiales. Propone, en apoyo de su tesis, el ejemplo del aeropuerto Juan Santamaría, donde diez oficiales, tres de ellos con rango de jefatura, vigilan 800 metros de vías. Por contraste, en toda la zona norte hay 14 oficiales, de los cuales cuatro hacen guardia y dos son jefes.
La revisión propuesta por Unateprot es urgente, en vista de los números. También debería comprender los sistemas de vigilancia vigentes y la posibilidad de mejorarlos. El examen podría ser más profundo y abarcar el papel de otros cuerpos policiales, en particular la Fuerza Pública.
En Costa Rica, bajo el prurito de la especialización, se ha llegado a la atomización de los cuerpos policiales. Un oficial de Tránsito es impotente frente al delito, y uno de la Fuerza Pública no está en capacidad de intervenir ante la más flagrante falta de tránsito. No ocurre así en otros países, donde la Policía es una, y lo mismo investiga un caso de violencia doméstica que detiene a un conductor temerario.
En nuestro país, el debate de los últimos años se ha centrado en la necesidad de contar con castigos severos para las infracciones de tránsito.
Los diputados respondieron a esa inquietud, pero en criterio de la Sala Constitucional se les fue la mano, pues irrespetaron el principio de proporcionalidad al imponer multas con montos alejados de la realidad económica nacional.
Independientemente de la posición de cada cual en este debate, es preciso reconocer la limitada utilidad de las sanciones severas si la mala vigilancia impide aplicarlas. La certeza del castigo es más eficaz que su severidad para disuadir de las conductas indeseables. Una sanción razonable –lo cual no quiere decir baja– podría tener más impacto sobre la conducta individual que una sanción severa, de aplicación infrecuente.
La diferencia la hace la vigilancia, y no hay esquina de San José, para no hablar del resto del país, donde no brille por su ausencia. Peatones y conductores son testigos cotidianos de la violación de normas básicas cuyos autores ponen en riesgo vidas ajenas y contribuyen a magnificar el congestionamiento vial. En ausencia de oficiales autorizados para imponer partes, de poco valdrían las multas más drásticas.
Enfrentar el problema con los limitados recursos del Estado no es tarea fácil y quizá no pueda hacerse, por ahora, completa. Ese hecho no debe ser obstáculo para la revisión de las deficiencias existentes y la exploración de nuevas posibilidades, como el empleo de la Fuerza Pública.