Todo empieza con una cerveza. Se anima y pide otras cuatro. Y una copita, y otra en cualquier club nocturno. Puede que también se anime con cocaína u otra droga, para luego, acechar a alguna mujer, o a dos a la vez...
De repente son las 6 de la tarde y se da cuenta de lo que ha hecho. De que lleva 30 horas desaparecido. De que tiene 40 llamadas perdidas de la casa y del trabajo. De que se ha gastado un montón de dinero teniendo sexo y no sabe con quién. Jura no volver a hacerlo, pero vuelve. Siempre es así. Y todo empieza con una salida “inocente” y una cerveza.
Arturo, un agente comercial de 36 años, entra a un bar y se hace sentir. Exuda seguridad en sí mismo. Cuando aparece, despliega un celular, una
“Al principio era el rey del mambo: hacía el amor con mujeres alucinantes. Hasta que un día conocí el proceso, sabía que me estaba destruyendo, y no podía evitarlo. Yo mismo dije: ¿cómo he llegado a esto? No he perdido el trabajo de milagro, no me ha dejado mi novia de milagro, estoy vivo de puro milagro. Trabajo 16 horas, llevo una vida perra, el alcohol, la
Arturo es un adicto al sexo real, con un trabajo real y un problema tan real y acuciante como para pedir auxilio urgente. Hoy él ha ido por primera vez a la consulta de Carlos Dulanto, un médico español especializado en adicciones. Al despacho de Dulanto, en Madrid, acude más de un centenar de personas buscando ayuda para liberarse de su yugo particular. Cocainómanos. Alcohólicos. Ludópatas. Adictos a Internet. Compradores compulsivos. Y adictos al sexo. Jóvenes y maduros, profesionales y desempleados, gente lo bastante solvente para abonar los 80 euros (unos ¢56.000) de cada sesión semanal de una terapia que requiere un mínimo de un año.
La mitad llegará a esa meta rehabilitada o en vías de rehabilitación. La otra abandonará el tratamiento. Todos serán adictos de por vida. La del sexo, como todas las adicciones, no se cura, dice Dulanto. Se controla o no se controla. O se puede con ella, o ella puede con uno.
Esa es la batalla interior que ha emprendido Arturo. Está seguro de que él formará parte del 50% que sale del pozo. “He visto la luz”, revela con la fe de un converso. Por ahora tiene solo una certeza: “No puedo permitirme coqueteos. Si pico, caigo”. Así que se autoaplica una política de tolerancia cero: cero copas, cero drogas.. Asegura que el alcohol es el interruptor que pone en marcha su circuito vicioso.
El problema de Pedro (otro sexoadicto) es que su circuito se enciende solo. No le hace falta ni una cerveza. Le basta ir por la calle y cruzarse con una mujer con escote. O estar en casa y ver a algun artista de televisión mover las caderas. Entonces ocurre. Se produce el
Pedro habla en presente, aunque lleva un año yendo al Centro de Tratamiento y Rehabilitación de Adicciones Sociales (Cetras) de Valladolid para intentar superar su adicción al sexo.
Blas Bombín, psiquiatra, fundador de esta entidad benéfica que cobra a sus pacientes una tarifa de 10 euros mensuales (cerca de ¢7.000), cree que Pedro “va por buen camino, poco a poco”. Pero el interesado es el primero en admitir la evidencia. “No estoy curado. Soy un adicto en rehabilitación”.
Pedro acaba de salir de trabajar. Un empleo de 8 a 3 en una fábrica automovilística. Tenía carro, pero tuvo que venderlo. Tiene 35 años y vive con sus padres. Gana 800 euros (¢560.000), pero cada mes le rebajan de su cuenta 600 (¢360.000) para amortizar las “decenas de miles” que debe por los “cuatro o cinco” créditos que ha pedido para costearse su adicción. Él mismo ha anulado sus tarjetas. Ha ordenado al banco que no lo deje sacar dinero. Pedro está en la ruina, admite, y no solo económica.
Antes de intentar explicar qué es la adicción al sexo –si es que existe, no hay unanimidad entre los especialistas–, quizá sea mejor decir qué no lo es. Todos sabemos de personas que dicen necesitar dos, tres, cuatro descargas sexuales al día para sentirse en forma. Hombres que frecuentan prostíbulos a espaldas de sus parejas. Mujeres tan promiscuas como el más lúbrico de los varones. Salidos de ambos géneros. Pues bien, probablemente ninguno sea adicto al sexo. Puede ser, sin embargo, que a su lado en su oficina, cubierto por el manto de respetabilidad de un matrimonio y dos niños, o el halo de liberalidad de un soltero sin pareja, trabaje un sexoadicto. Alguien para quien el sexo es a la vez el cielo y el infierno. Un afectado por el mal de los insaciables.
“Una cosa son las conductas sexuales no convencionales y otra, la adicción al sexo”, ilustra Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología de la Universidad del País Vasco.
“Consideramos convencional la práctica del sexo basada en la afectividad con una pareja única o sucesiva. Pero eso no significa que otro tipo de conductas, como la promiscuidad sin afecto o una alta actividad sexual, sean anormales o patológicas. Tampoco lo es la abstinencia. La sexualidad humana es muy diversa. Algunas prácticas nos pueden producir rechazo o juicios de valor negativos. Pero lo aberrante es mezclar criterios morales con criterios médicos: disfrutar mucho del sexo no es ser un adicto. Para poder hablar de una conducta psicopatológica, se tiene que traspasar la línea roja”.
El adicto al sexo, según los expertos, es el que pasa varias fronteras con peajes muy concretos. Los enumera Echeburúa. Uno: que sus prácticas sexuales se conviertan en su prioridad hasta el punto de interferir negativamente en su vida cotidiana, le perjudiquen en sus relaciones personales, le creen conflictos internos y externos. Dos: que el afectado tenga la sensación de falta de control sobre sus impulsos sexuales, que se sienta dominado por ellos, que una vez llevados a cabo, sienta culpa y vergüenza y aun así se sienta impelido a repetir el proceso. Y tres: que el sexo sea para él una forma de superar o aliviar una carencia, de tal forma que lo practica compulsivamente no para estar bien, sino para no estar mal.
Según esa fórmula, Arturo y Pedro son dos sexoadictos. La cuestión es que esa adicción no figura en ningún libro. Al menos no en la biblia mundial de psiquiatras y psicólogos. El vigente
Nomenclatura oficial aparte, el término “adicción” es el más utilizado por los profesionales que tratan a los afectados. Les parece el más descriptivo para definir el problema al que se enfrentan. El primero en acuñar la expresión fue el norteamericano Patrick Carnes en su libro
Se supone que Tiger Woods cumple los requisitos, porque Carnes es el alma de la clínica Pine Grove, en Misisipi, donde el astro del golf ha invertido dos meses –y 40.000 euros (¢28 millones)– en emprender el programa de rehabilitación diseñado por él para desenganchar a sus pacientes. La abstinencia temporal de toda práctica sexual –autosatisfacción incluida–, la confesión de las infidelidades y la entonación de una oración de la serenidad cuando se sienta un “impulso inapropiado” forman parte del tratamiento.
“He sido infiel. He engañado. Me confundí con el dinero y la fama”, musitaba hace unas semanas un arrepentido Woods en su acto de contrición televisado a todo el planeta. Las tentaciones, que se sepa, son sus relaciones extramaritales con una docena de mujeres. Los patrocinadores que le habían retirado su confianza –y sus contratos– tomaban nota del propósito de enmienda. Quince días después, el ídolo hecho carne anunciaba su vuelta al redil.
El caso de Woods ha devuelto a la actualidad un asunto que nunca dejó de estarlo. Michael Douglas, David Duchovny, el futbolista británico George Best, el mítico Magic Johnson –cuando informó al mundo de que era seropositivo, dijo también que había tenido relaciones sexuales con miles de mujeres, 500 de ellas en el ascensor–, Colin Farrell, los presidentes Kennedy y Clinton y sus respectivas aventuras. La lista de presuntos sexoadictos célebres es larga. Guapos, ricos, poderosos, con fácil acceso a mujeres y' casados. De qué estamos hablando: ¿adicción o coartada? ¿Patología o excusa? ¿Prostitutos o enfermos? Esa es la difusa línea roja.
Según Carnes, el 6% de los varones y el 3% de las mujeres padecen adicción sexual; una cifra considerada “excesiva” por los especialistas españoles. “Ahora se llaman adictos, ya tienen la disculpa perfecta”, es el comentario de muchas mujeres.
Independientemente del número de afectados, el ansia de sexo provoca sufrimiento. Lo constatan cada día los psiquiatras y psicólogos que le ven la cara. La masturbación compulsiva, el uso incontrolado de pornografía en Internet, la contratación sistemática de servicios sexuales o la búsqueda continua e indiscriminada de contactos son solo algunas de las formas en las que se concreta la adicción. Cada adicto es un mundo.
“Pero la clave es la libertad”, acota Blas Bombín. “No es cuestión de tener más impulso sexual, sino de la libertad de gestionarlo. El adicto es el que ha perdido esa libertad. El esclavo del deseo”.
Pedro se ve en el retrato. “Soy un siervo de mí mismo. Tengo un deseo exacerbado, quiero hacerlo dos o tres veces al día, lo necesito. Si no puedo estar con una mujer, lo hago solo. Estoy agresivo, no dejo de pensar en lo otro, me lo pide la cabeza”. Se lo lleva pidiendo desde adolescente. Pedro salía a conquistar y no podía. Sus romances con las chicas casi nunca duraban lo suficiente como para pasar a la cama.
Un día, “a los 22 ó 23 años”, se plantó en la Casa de Campo de Madrid y pagó a una prostituta un servicio completo. Con todos las extras. “Caí. Vi que quien paga, elige, y quien paga, manda”.
Empezó a gastar efectivo y tarjeta. Así durante más de 10 años. Hasta llegar a la ruina que lo llevó a la consulta del psiquiatra.
–Por evolucionar.
– La forma de desahogarme.
–Lo que más me gusta del mundo.
–Profesionales que cumplen una labor social: satisfacer y consolar a hombres como yo.
Arturo, el agente comercial, tampoco se considera un bicho raro. “En mi ambiente, lo mío es lo normal. Muchos de mis colegas, solteros y casados, con novia o sin ella, beben, intentan tener relaciones con quien pueden y, si no lo logran, van a buscar prostitutas. Yo era el tuerto en el país de los ciegos. Lo que pasa es que ellos se controlan. Yo he caído, y ellos no”.
Arturo vincula su adicción al sexo con su afición a las drogas. “Es causa-efecto”, dice. “Yo no sé si soy alcohólico, cocainómano o sexoadicto”. “Quiero a mi novia. Y ella a mí. Algo tendré, sabe que soy un promiscuo y sigue ahí. El sexo con ella es sano y cariñoso. Pero la
A Carlos Dulanto le suenan ese tipo de relatos. Historias como la de Rodrigo de Santos, un exconcejal en Mallorca procesado por gastar 50.000 euros (¢35 millones) de fondos públicos en prostíbulos masculinos. “Soy adicto a la cocaína y no al sexo”, dijo en su descargo.
Dulanto constata la “cantidad de profesionales de alto nivel” con parecido estilo de vida. Alguno ha visto en consulta. Un 30% de sus pacientes cocainómanos son sexoadictos. Opina que ambas dependencias van de la mano. “
–En mi experiencia, la mujer cocainómana no tiene un uso patológico del sexo. Se liberan de inhibiciones y tienden a practicar más, pero no lo relatan como un problema. Quizá porque ellas no necesitan recurrir a la prostitución. Si una mujer quiere sexo, muy mal tiene que irle para no tenerlo gratis.
Emilio Ambrosio confirma la relación
Según Ambrosio, el sexo compulsivo es una adicción en toda regla. “Tiene que ver con los circuitos del placer y recompensa”, explica. “Las actividades necesarias para la continuidad de la especie –sexo, comida, sueño– van acompañadas de sensaciones placenteras para garantizar la supervivencia. Los adictos potenciales son especialmente sensibles a esa sensación de refuerzo. Prueban el sexo, les gusta muchísimo y quieren más y más. A fuerza de practicarlo de forma compulsiva, sufren el mismo daño cerebral que produce el consumo crónico de drogas: las neuronas de la corteza prefrontal trabajan a medio gas, necesitan de su combustible: sexo o droga para funcionar. Es cuando el adicto dice que requiere su dosis para ser persona. Tiene su razón: el daño afecta a la zona que regula la voluntad, la actividad neuronal en esa área está reducida. Desaparece el control que ejerce la corteza cerebral sobre el comportamiento y aparece la compulsión. Quieren sexo y lo van a buscar, caiga quien caiga, aunque sean ellos mismos”.
–Sí, a algunas. Pero olvidamos que somos mamíferos. Los machos persiguen copular cuanto puedan para dejar sus genes en la siguiente generación. Las hembras son más conservadoras: ellas eligen, no suelen hacerlo con cualquiera. No es lo mismo ser hombre que mujer: nuestro sistema nervioso no funciona igual, el interés en tener más o menos contactos sexuales es diferente. Las mujeres, además, disfrutan más las relaciones. Ellas, normalmente, se sacian. A ellos les queda un puntito de insatisfacción, por eso suelen querer más.
Parece que eso de que ellos siempre dicen ‘sí’ no es solo una leyenda urbana. El problema es traspasar la línea roja. Josep Maria Farré ha dibujado un retrato robot del sexoadicto a través de sus pacientes. “Suelen ser buscadores de sensaciones. Ansiosos. Con un bajo control de sus impulsos y emociones y baja tolerancia a la frustración. El 30% son adictos a tóxicos. Otros, adictos al juego, a la comida, al ejercicio. Un 21% están también deprimidos. Son personas con carencias graves, y el sexo es su forma de compensarlas. Usan su cuerpo y el de los demás como un objeto”.
Los tratamientos son diversos. “Cada maestrillo tiene su librillo”, dice Dulanto. Pero, en líneas generales, pasan por meses o años de psicoterapia para indagar en los problemas de fondo del sujeto y una reeducación psicológica para intentar controlar los impulsos y ligar la actividad sexual con la afectividad, los sentimientos y la pasión.
En eso están Pedro y Arturo. El primero tuvo una recaída el pasado octubre. “Me desfasé, cambié mi dinero de banco y me gasté la bonificación en mujeres”. Ahora está mejor. “Tengo más autoestima. Salgo a correr, intento abrirme a la gente y a las mujeres. Yo no he tenido una educación sentimental, he ido siempre a saco. Soy como un niño pequeño con tres euros en el bolsillo aprendiendo a vivir. Tengo que expulsar al Pedro que he llevado 35 años dentro. Imagino que saldré de esto cuando encuentre a alguien que me quiera y a quien quiera. No es fácil, pero lo estoy intentando”.