06/06/2012. Barrio Lujàn. casa de habitaciÑn de don Fernando Duràn Ayanegui, escritor costarricense./Pablo Montiel
La historia la ha reconstruido tantas veces que hoy le resulta fácil abreviarla. Creció en Alajuela, donde una señora recia atendía la biblioteca pública y permitía que los niños tomaran libros siempre y cuando mantuvieran en orden los estantes. Desde entonces estableció una cercana relación con la lectura, pero esto no lo convertía en un niño especial, porque “todos los güilas que jugábamos en el parque Juan Santamaría íbamos a diario aunque fuera un momento a la biblioteca”. No importaba cuán harapientos llegaran: la señora recia se calmaba con encontrar a los infantes leyendo en silencio.
Años después, cuando recién ingresaba al Instituto de Alajuela, sucedió lo que él llama “un accidente”: obtuvo una beca para estudiar en la Cuba de Fulgencio Batista, donde frecuentó otras bibliotecas en las que se podía encontrar “la mejor literatura del mundo”.
Cuando se refiere a aquellos ardientes recintos, se detiene por vez primera en un autor: Henryk Sienkiewicz, premio Nobel de 1905, “un señor que escribió unas novelas que quizá son de las más racistas que existen en el mundo, obras repugnantemente patrioteras..., pero formidables”.
Durante aquellos años en Cuba, cuando rondaba los 13, se unió a un grupo de niños que, apretujados alrededor de un atlas, se rompían la cabeza reconstruyendo los viajes que Sienkiewicz trazaba en sus novelas. Así, la historia de los pueblos balcánicos y de Europa del Este, una de sus grandes aficiones, llegó por la vía de aquel escritor con connotaciones religiosas y nacionalistas nada recomendables, pero –recalca– poseedor de una prosa soberbia.
Dice que en Cuba era una obligación sentir la literatura. En las tabacaleras era común ver a un ciudadano de corte intelectual leyendo en voz alta cuentos y novelas sobre una tarima. Mientras lo escuchaban, los trabajadores enrolaban los habanos de exportación. Cuando estaba por terminar un libro, “el lector” les preguntaba qué les gustaría escuchar luego: ¿Acaso Martí? ¿Acaso Hemingway?
En esta parte de la historia, aparece el primer título de un libro. Recuerda que en aquellos años llegó a Cuba la primera edición en castellano de una pequeña novela. Sucedió dos meses después de que se publicara la edición en inglés, un lapso sorprendentemente corto para aquella época. La novela se incluyó en la revista Bohemia . Jura que al internado llegaron unos 40 ejemplares, que al cabo de 15 días eran piltrafas que se seguían pasando de mano en mano. Desde entonces, cada año retoma El viejo y el mar , el sentido relato de Hemingway que habla sobre la perseverancia.
Quizá entonces comprendió que la literatura es aleccionadora, porque cuando la dictadura de Batista sobrevino en una conmoción social, debió regresar a Costa Rica, donde el ministro de Educación de entonces lo recibió con una agria e incomprensible noticia: la formación que había recibido en Cuba “no era suficientemente humanística”. En el papel, los años vividos en La Habana se convirtieron en nada, de modo que debió completar sus estudios por suficiencia. La perseverancia del viejo pescador que veía sus redes vacías a diario debió sobrevenir entonces en la cabeza de aquel adolescente.
Recuerda que en el examen final de literatura, la profesora le pidió un comentario sobre María , de Jorge Isaacs. Quizá con la irreverencia cubana aún fresca, quizá hundido en la frustración de tener que repetir sus estudios, o quizá sacudido por la amenaza de serles infiel a los autores que ya amaba, Fernando Durán Ayanegui respondió: “Esa porquería yo no la voy a leer nunca porque es literatura mala y aburrida. Pregúnteme sobre Faulkner, Hemingway, Sienkiewicz, Asturias..., o pídame que le recite todos los Versos sencillos de José Martí; pero, por favor, no me pida hablar sobre María ”.
Transhumante. Conversar con Fernando Durán Ayanegui implica emprender un viaje desde El Carmen de Alajuela hasta Cuba, y devolverse luego a Costa Rica y alejarnos más tarde a Estados Unidos o Bélgica. Siendo más minuciosos, hablar con este químico y escritor es también recorrer las cerca de 40 casas que ha habitado en los alrededores de San José. Apretada y oscura, la que lo aloja hoy en día se localiza en barrio Luján. Las paredes deslucidas están por ser remodeladas, de modo que Durán Ayanegui, una vez más, se trasladará temporalmente a otra residencia.
“Me resulta gracioso que usted quiera hablar sobre mi biblioteca porque en realidad yo no tengo una”, dice, al tiempo que señala los que en verdad son pocos estantes. La mayoría de libros, gruesos y viejos, se pueden reunir en tres grupos: diccionarios, obras completas de sus autores preferidos y manuales de química.
En el mueble de la computadora reúne los ejemplares que está leyendo o está por iniciar. “He sido un trashumante y por eso guardo pocos libros. Además, me pregunto por qué voy a tener libros para que se apolillen y dañen. Mucha gente no lee porque no tiene plata, así que yo les regalo libros”.
El día de esta entrevista, Durán Ayanegui despertó con la noticia de la muerte de Ray Bradbury. El creador de Fahrenheit 451 es uno de sus autores más cercanos, tanto que lo utilizó como personaje en su novela Retorno al Kilimajaro . Sin embargo, a pesar de esta predilección, Bradbury toma poco espacio en su casa. Ese día, para cumplir con el encargo de un artículo, buscó algunas novelas del escritor estadounidense, mas solo ubicó un par.
La muerte de Bradbury trajo a la conversación una pregunta que Durán Ayanegui se ha hecho en repetidas ocasiones sin encontrarle aún una respuesta: si debiera memorizar un libro para salvarlo del fuego, ¿cuál elegiría? “¡Qué tremendo compromiso! Pienso en Calvino, en Cervantes, en Kadaré, en Cioran... Yo cuento con que los libros que leo se quedan en mi memoria y no necesitan un estante; pero desde luego eso es imposible”.
Familia y política. Fernando Durán Ayanegui tiene 72 años. El aspecto adusto que ofrece de entrada se desarma con su diálogo facundo y controlado, lleno de sarcasmos y expresiones populares. Con pocas publicaciones recientes, dice que está escribiendo “unas cosillas”, pero prefiere ser como las gallinas alajuelenses, “que solo cacarean cuando ponen el huevo”.
Tras haber sido rector de la Universidad de Costa Rica (1981 - 1988) –su trabajo más absorbente, “del que cuesta mucho saber si valió la pena”–, hoy su labor más importante la merecen sus nietos. En ellos –se alegra–, cree tener la oportunidad de retratarse.
¿Se ha preguntado alguna vez a cuál personaje literario se parece? “Nunca me he hecho esa pregunta, pero déjeme decirle que a veces me siento como el lobo estepario”, bromea. Pocas veces su diálogo se trunca en tonos agresivos. Si nos sujetamos a lo conversado en esta entrevista, eso solo sucede cuando habla de política.
Mientras comentaba uno de los libros que está repasando – La lengua del Tercer Reich , en el que Victor Klemperer “descubre que la ideología nazi hizo de la lengua alemana un instrumento tosco, impreciso y a la vez instrumental”–, recordó las recientes declaraciones del Gobierno sobre la trocha fronteriza. Riguroso como un químico y encendido como un escritor, dice que “esta señora presidenta y sus ministros han pervertido nuestra lengua de una manera que ya no aguanta más; por dicha podemos oír a personas de otras latitudes..., no como les pasó a los alemanes”.
Durán Ayanegui se hace llamar un lector empedernido, mas no precisa si eso, más que una virtud, es un vicio. ¿Cuál es la mayor lección que le ha dejado la literatura? “Que no se puede vivir sin ella. Solo con una buena cantidad de whisky puedo olvidar a los grandes escritores, pero eso ocurre pocas veces”.