Es difícil encender el televisor o leer una página editorial en estos días sin encontrar a alguien que declara, con aires de gran seriedad, que el gasto excesivo y el déficit presupuestario resultante es el mayor problema que tiene Estados Unidos.
Tales afirmaciones rara vez vienen acompañadas por una argumentación respecto a las razones para creer tal cosa; se supone que es parte de lo que todo el mundo sabe.
Este es un caso, sin embargo, en el que lo que todo el mundo sabe sencillamente no es así. El déficit presupuestario dista mucho de ser el mayor problema de los Estados Unidos. Lo que es más, se trata de un problema que, en gran parte, ya está resuelto. La perspectiva del presupuesto a mediano plazo no es la mejor, pero tampoco es tan mala, mientras que la perspectiva en el largo plazo recibe mucho más atención de la debida.
Es cierto que en este momento el déficit del presupuesto federal es grande, pero es principalmente el resultado de una economía deprimida y en tal situación se supone que se incurra en déficits para ayudar a sustentar la demanda general. El déficit disminuirá conforme la economía se recupera: los ingresos subirán mientras que algunas categorías de gastos, tales como los beneficios por desempleo, disminuirán.
En realidad, eso ya está sucediendo. (Y cosas similares están teniendo lugar en los ámbitos estatal y local. California, por ejemplo, parece que ha regresado al superávit presupuestario).
Sin embargo, ¿será suficiente la recuperación económica para estabilizar la perspectiva fiscal? La respuesta es: en mucho.
Recientemente el Centro sobre Prioridades Presupuestarias y de Políticas –que no tiene afiliación partidaria–tomó las proyecciones de la Oficina de Presupuesto del Congreso para la próxima década y las actualizó para incluir dos acciones importantes en la reducción del déficit: los recortes de gastos acordados en el 2011, que sumarán casi $1,5 billones durante la próxima década, y los aproximadamente $600.000 en aumentos tributarios sobre los ricos que se acordaron a principio de este año.
Lo que el Centro encuentra es una perspectiva presupuestaria que, como dije, no es grandioso pero tampoco es pavoroso. Proyecta que la proporción entre deuda y PIB, la medida estándar de la posición de la deuda de los Estados Unidos, será solo modestamente más alta en el 2022 que ahora.
El Centro pide otros $1,4 billones en reducción del déficit, lo que estabilizaría completamente la proporción de la deuda; el presidente Obama ha pedido casi la misa cantidad. Aún sin tales acciones, sin embargo, la perspectiva del presupuesto a lo largo de los próximos 10 años no parece en nada alarmante.
Ahora bien, las proyecciones que van más allá en el futuro sí sugieren problemas, tal como la presión para un gasto federal más alto causada por el envejecimiento de la población y el aumento en los costos de la atención médica.
Pero aquí estamos ante una interrogante que uno casi nunca ve seriamente atendida: ¿Por qué, exactamente, debemos creer que sea necesario, o siquiera posible, decidir en este momento la forma en que eventualmente atenderíamos los asuntos de presupuesto en la década del 2030?
Pensemos, por ejemplo, en el caso de la Seguridad Social. Había un argumento válido en pagar deuda antes de que los hijos de la explosión demográfica empezaran a jubilarse, lo que facilitaría el pagar beneficios completos más adelante. Pero George W. Bush despilfarró el excedente de Clinton con recortes de presupuesto y guerras y esa ventana se ha cerrado.
En este punto, las propuestas de “reforma” tienen que ver todas con cosas como aumentar la edad de retiro o cambiar el ajuste por inflación, propuestas que gradualmente reducirían los beneficios en relación con la ley actual. ¿Cuál problema se supone que se va a resolver con esto?
Bueno, es probable (aunque no un hecho) que, dentro de dos o tres décadas, el fideicomiso de la Seguridad Social se agotará, dejando al sistema sin capacidad para pagar los beneficios completos que especifica la ley actual. Entonces el plan es evitar recortes en beneficios futuros comprometiéndose ahora mismo a' recortes en beneficios futuros. ¿Eh?
Bueno, uno puede alegar que el ajuste para una población que envejece sería más suave si tomamos desde ahora un ritmo gradual en los recortes de beneficios. Por otra parte, si actuamos muy rápido podemos enfrascarnos en recortes de beneficios que se verá que no eran necesarios. Y buena parte de la misma lógica es válida para Medicare. Por eso hay una argumentación razonable en dejar a los políticos futuros la cuestión de cómo manejar los problemas futuros.
El punto es que el argumento a favor de acción urgente ahora en cuanto a reducir el gasto a décadas en el futuro es mucho más débil de lo que la retórica convencional lo puede llevar a uno a sospechar. Y, no, en nada se parece al argumento a favor de acción urgente por el cambio climático.
Entonces, si no hay un gran problema a mediano plazo, no hay una argumentación fuerte para preocuparse ahora por los asuntos de presupuestos a largo plazo.
Los reprendedores del déficit que dominan el debate de las políticas por supuesto que se opondrán fieramente a cualquier intento por degradar su asunto favorito.
Adoran vivir en una atmósfera de crisis fiscal: les permite hacer un gesto adusto y dar la apariencia de ser serios, al tiempo que les da una excusa para recortar programas sociales, lo que a menudo parece su objetivo real.
Pero ni el déficit actual ni el gasto futuro proyectado merecen estar siquiera cerca de la parte más alta de la agenda política estadounidense. Es hora de enfocarse en otras cosas, como la economía estatal que todavía está deprimida y el problema aún pavoroso del desempleo de largo plazo.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.