Los gestos de cinismo, usualmente, tienen la capacidad de suscitar indignación a la vez que hilaridad. Depende del estado de ánimo con que lo agarren a uno y de los protagonistas del desparpajo. Piense, por ejemplo, qué le provoca más risa o náusea: transnacionales europeas que luego de su colusión con políticos latinoamericanos durante la ola de privatizaciones de los noventas, moquean y claman por que se respete el Estado de derecho, o la princesa del Calafate, enfundada en su luto eterno, que con el ícono de Evita atrás (graficado a lo Che Guevara), anuncia nacionalizaciones para recuperarle al pueblo (sic) sus riquezas.
Sin embargo, la última de las reflexiones de Fidel Castro, me dejó pasmado. Siempre he creído que aun quienes han vivido timando a los demás y, sobre todo, timándose a sí mismos, tienen ante la cercanía de la muerte ocasión para un ejercicio de conciencia y algún gesto de autocrítica. Quizá no confesarle al mundo que siempre se fue un truhán, pero al menos dar una pequeña muestra de que, acabada la función, se reconocen algunos dobleces en el guion. No es el caso del dictador pensionado. Para él la mise en scène continúa aunque el auditorio esté ya vacío.
Tituló su último opúsculo El premio Nobel de la Paz y en él arremete contra Obama: “Ambos, Rafael Correa y Hugo Chávez, son cristianos. Obama, en cambio, ¿qué es, en qué cree? Al cumplirse el primer aniversario del asesinato de bin-Laden, Obama compite con su rival Mitt Romney en la justificación de aquel acto perpetrado en una instalación próxima a la Academia Militar de Pakistán... Marx y Engels nunca hablaron de asesinar a los burgueses... ¿tiene acaso el presidente de Estados Unidos el derecho a juzgar y el derecho a matar; a convertirse en tribunal y a la vez en verdugo y llevar a cabo tales crímenes'?”. Firma y fecha su epístola el pasado 3 de mayo, 7:50 p. m.
En suma, Castro satiriza el Nobel de la Paz de Obama y cuestiona la coherencia de su cristianismo por la muerte de bin-Laden. Aclara, además, que Marx y Engels “nunca hablaron de asesinar a los burgueses”. Como este artículo no va sobre la muerte de bin-Laden ni sobre filosofía política, respecto de estos dos puntos me limitaré a decir: que si, contrario a lo informado por la Casa Blanca, el objetivo de la misión no era detener a Osama sino matarlo, yo también condeno y repudio lo ocurrido y, sobre lo segundo, que efectivamente ni Marx ni Engels hablaron de asesinar burgueses, solo escribieron en el Manifiesto del Partido Comunista, refiriéndose a ellos: “No cabe la menor duda de que a estas personas hay que eliminarlas”.
Cerrado ese paréntesis, vuelvo a mi punto, el cinismo de Castro: reprocha a Obama por la muerte de bin-Laden (criminal que cubrió medio mundo de terror y luto), cuando él, en abril de 2003, fusiló a tres secuestradores de un ferry de turistas. ¿Qué pedían los –llamados por Castro– terroristas? Gasolina para irse a Miami. Cierto, estaban locos de atar... querían salir del oasis de solidaridad socialista para vivir en el infierno del capitalismo salvaje, pero ningún rehén murió ni resultó herido. ¿Por qué matarlos, entonces? Castro lo explicó, sin sonrojo, a Oliver Stone (Looking for Fidel): para evitar una ola de secuestros. Si no ejemplarizaba con esos pobres diablos, razonó, otros cubanos los imitarían.
Castro fusiló a tres personas para disuadir a otras, para sentar ejemplo. La misma razón que tuvo Franco para partirle el cuello con el garrote vil a Salvador Puig Antich: dar señales de control tras el atentado contra el delfín del régimen. La misma que tiene la dictadura china para televisar entrevistas de sus condenados a muerte, quienes minutos antes de la ejecución, frente a la presentadora, lloran y lamentan su delito, lo cual, según parece, es muy educativo para la población. Es la tradición expuesta por Foucault en Vigilar y castigar: El cuerpo (pedagógicamente molido) como escenario de instrucción social.
Desde una perspectiva socio-jurídica, por la suerte de haber tenido a don José Manuel Arroyo como profesor en la Facultad de Derecho, sé que las penas no sirven para disuadir. Desde una perspectiva ética, interpelo a los humanistas de izquierda que aún admiran a Castro: ¿validan que se utilice la muerte de seres humanos como instrumento de orden público? Saramago no lo toleró. En reacción a los fusilamientos, dijo: “Cuba' ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado”.
Claro, no fue una ejecución extrajudicial. Fue un proceso sumarísimo. Entre la consignación ante el Tribunal Popular de La Habana y la ejecución, medió una semana. Además hubo doble instancia: en la revisión de oficio de la sentencia, el Consejo de Estado, encabezado por el propio Fidel (¡viva Montesquieu!), “durante horas –¡sí, horas!– analizó con profundidad los hechos probados”. Mientras Bush difundía la espernible doctrina de la guerra preventiva, el fallo avalaba la decisión de primera instancia, en virtud de que aquel acto (el secuestro), entrañaba “peligros potenciales' para la seguridad del país”.
Una semana; eso duró el proceso para imponer la pena capital. Fui letrado en una institución pública. Recuerdo que, por ejemplo, para sancionar con el despido a un misceláneo que había abandonado el trabajo para irse a tomar, el proceso tardó más de un año. El muchacho echó mano de todos los recursos de la Ley General de la Administración Pública para ejercer su derecho de defensa. Fueron necesarias resoluciones extensas y bien fundamentadas. Sí, mucho dinero y tiempo. Bien los valen los derechos fundamentales de una persona en una democracia. Castro, humanista crítico de Obama, nunca lo entende ría.