Hace aproximadamente quince años escuché, por primera vez, a Chavela Vargas. Ha pasado el tiempo y hoy, en mi treintas, reconozco haber sido seducido por la voz desgarrada, bravía e indefinible de esa mujer. Caí a sus pies. Sin más.
Vergonzoso retrato. Entiendo que haya gente a la que no le gustara Chavela. Lo que no comprendo es el odio visceral que corre en Costa Rica cada vez que se menciona el nombre de La Chamana. No lo comprendo porque me parece desproporcionado, pero sobre todo me averguenza porque retrata lo peor de nosotros, retrata nuestra intolerancia y nuestros propios miedos.
La vida de Isabel Vargas Lizano estuvo marcada por la pobreza, el desprecio, los excesos y el dolor. Fue una vida trágica. Pero precisamente fue, en parte, esa tragedia la que la convirtió en un mito. Chavela, la gata valiente con piel de tigre, hizo de su vida, transgresora y políticamente incorrecta, un homenaje a la libertad y al sufrimiento que vivió, por partes iguales, en primera persona.
Si la Costa Rica de hoy puede parecernos conservadora, no costará mucho imaginar cómo era 75 años atrás, cuando Chavela, la adolescente abandonada, lesbiana y alcohólica, tuvo que salir despavorida. Si en 2012 un grupo de padres y madres de familia presenta 3000 recursos de amparo contra la decisión del Ministerio de Educación de implementar programas de educación sexual y las parejas con problemas de fertilidad no pueden optar a las, mundialmente aceptadas, técnicas de reproducción asistida, me pregunto yo: ¿cuesta tanto solidarizarse con el maltrato por el que pasó una joven en el San Joaquín de Flores de principios del siglo XX?
Estoy convencido de que lo que los ticos no perdonamos a Chavela Vargas son dos cosas. Primero, que renegara del lugar donde nació, y segundo, su éxito, el reconocimiento obtenido, como ningún otro cantante costarricense, en México y España, sobre todo. Qué mal nos vemos, y ni siquiera nos percatamos, lo cual es más grave.
Nos revienta que una mujer dijera que a Costa Rica no le debía nada y que este país, no sin una cierta dosis de humor, es aburrido como una funeraria. Pero en el fondo no importa que lo que pensara Chavela sea verdad o no. La indignación de algunos no es porque Chavela estuviera mintiendo, no es porque Costa Rica sea, en realidad, más alegre, alocada y excitante que la movida madrileña de los años ochenta. Lo que toca las entrañas de un exacerbado patriotismo es que Vargas, desde su experiencia vital, se expresara mal del país. Nuestro compromiso, entonces, no es con la verdad, sino con la apariencia y el qué dirán.
Hace unos años, en 1989, se celebró el centenario de la democracia costarricense. Extraño centenario, si consideramos que entre 1824 y 1949, solo un 16% –un ocho de cuarenta y ocho– de todos los presidentes llegó al poder por medio de elecciones competitivas y limpias. El caso es que en aquella ocasión, un expresidente uruguayo soltó la siguiente perla: “Donde haya un costarricense, esté donde esté, hay libertad”. La frase se repitió hasta el cansancio, y todos tan felices. Demagogia, simple demagogia. Nadie reclamó semejante tontería, porque es muy bonito pensar que para recuperar las libertades de Brunéi o Corea del Norte bastará con poner a un costarricense en mitad de Bandar Seri Begawan o Pionyang. Que nos digan mentiras está bien, pero, por favor, que la mentira permita levantar nuestra autoestima nacional. Preferimos seguir reproduciendo mitos sobre nuestra homogénea y europeizada sociedad. Pobre de aquel o de aquella que se salga del canasto y los contradiga.
Doble moral. Volviendo a Chavela, cuando habló mal del país lo hizo porque algún periodista le preguntó, nunca la escuché sacar el tema a ella en primer lugar. Respondió con sinceridad, diciendo lo que pensaba y lo que sentía, ¿por qué nos empeñamos en sancionar su sinceridad?
De nuevo, parece que la posibilidad de decir lo que uno piensa está condicionada a que coincida con el mainstream costarricense. Terrible realidad de hipocresía, intransigencia y doble moral.
Disfruté de la voz de Chavela Vargas, como disfruté de sus frases díscolas e irreverentes. Pero también he sentido una profunda compasión por todo lo que debió sufrir.
En realidad el momento más alto de su carrera llegó tarde, cuando era ya una anciana. A partir de entonces, empezó a larvarse el mito que, sin duda, se consolidó el 6 de agosto de 2012, con su muerte. Con la desaparición de Chavela Vargas, escribió un amigo suyo, “'se pierde una manera de cantar llorando, un quejío inigualable, una expresividad fuera de lo común. Unos cojones y unos ovarios nunca vistos en la música popular desde la muerte de Roberto Goyeneche. Ella no vendía una voz, vendía un estilo...”. El amigo es Joaquín Sabina. Nada más se puede agregar a eso.